ISSN: 2007-7033 | Núm. 57 | e1253 | Sección temática: artículos de investigación|

Diálogo, separación y suspensión:
prácticas de manejo de conflictos en
escuelas primarias mexicanas

Dialogue, separation, and suspension: Conflict management practices in Mexican primary schools

Cristina Perales Franco*

Este artículo tiene como objetivo dar cuenta del análisis de las características de tres prácticas comunes de manejo de conflicto en dos escuelas primarias públicas mexicanas: el diálogo, la separación de actores y la suspensión, así como valorar sus implicaciones para la convivencia escolar respecto a la construcción de paz, la inclusión y la participación. En su componente metodológico, se presenta la investigación etnográfica de la que se deriva este artículo y el análisis temático y situacional desarrollado. Como marco teórico, se muestra una distinción entre aproximaciones restringidas y amplias de convivencia escolar, y se hace hincapié en los procesos de peacekeeping (mantener la paz), peacemaking (hacer la paz) y peacebuilding (construir la paz) en estas aproximaciones. El resultado central revela que la manera en que se desarrolla el diálogo, la separación y la suspensión da cuenta de una visión restringida de convivencia orientada a controlar los comportamientos inadecuados de los estudiantes, la cual es congruente con un manejo de los conflictos enfocados en mantener la paz, que restringe la inclusión y la participación de los estudiantes y no conforma acciones sostenibles para transformar los conflictos que lleven a la construcción de paz.

Palabras clave:

convivencia escolar, manejo de conflictos, mantener la paz, construcción de paz, diálogo

The aim of this article is to analyse the characteristics of three common practices of conflict management in two Mexican public primary schools: Dialogue, separation and suspension, and to consider their implications for school convivencia, in relation to peacebuilding, inclusion and participation. In its methodological approach, the article presents the ethnographic research that originated this analysis, as well as the situational analysis used. The theoretical framework is based on a distinction between restrictive and wide approaches to school convivencia, a Spanish language term that refers to the experience of living together and learning to live together, emphasizing peacekeeping, peacemaking and peacebuilding processes as part of these approaches. The main finding is that the way dialogue, separation and suspension are carried out presents a restrictive approach to school convivencia that is based on controlling the students’ inappropriate behaviours, which is congruent with a conflict management based on peacekeeping. The article concludes that this way of dealing with conflicts limits students’ inclusion and participation and it does not develop sustainable actions to transform conflicts and build peace.

Keywords:

pacific coexistance, conflict management, peacekeeping, peacebuilding, dialogue

Recibido: 5 de enero de 2021. | Aceptado para su publicación: 5 de julio de 2021. |

Publicado: 12 de agosto de 2021

Cómo citar: Perales Franco, C. (2021). Diálogo, separación y suspensión: prácticas de manejo de conflictos en escuelas primarias mexicanas. Sinéctica, Revista Electrónica de Educación, (57), e1253. https://doi.org/10.31391/S2007-7033(2021)0057-008

* Doctora en Educación por el Institute of Education de la University College London. Académica en el Instituto de Investigaciones para el Desarrollo de la Educación de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Líneas de investigación: convivencia escolar, inclusión y equidad educativas, construcción de paz y relaciones entre las escuelas, sus comunidades y entornos. Correo electrónico: cristina.perales@ibero.mx/https://orcid.org/0000-0003-4733-1547

Agradece la colaboración de la maestra Lucía Roldán Gutiérrez en la revisión de este artículo.

Introducción

El objetivo de este trabajo es dar cuenta del análisis de las características de tres prácticas comunes de manejo de conflicto en escuelas primarias mexicanas: el diálogo, la separación de actores y la suspensión, así como valorar sus implicaciones para la convivencia escolar respecto a la construcción de paz, la inclusión y la participación. Para ello, realizamos un análisis basado en la diferenciación entre prácticas de convivencia “restringida” y “amplia” (Carbajal, 2013, 2016, 2018), en especial, los procesos de peacekeeping (mantener la paz), peacemaking (hacer la paz) y peacebuilding (construir la paz).

El manejo de los conflictos es un pilar central de la convivencia escolar. Si consideramos que el conflicto es un proceso interactivo que surge de la existencia de antagonismos o incompatibilidades, pero que tiene la posibilidad de ser gestionado, transformado o superado, entonces la manera en que estos conflictos se desarrollan y se manejan por los diferentes actores escolares determina si, a través de ellos, se pueden conformar relaciones pacíficas o si, al contrario, los conflictos derivan en violencia (Carranza, 2018; Fierro-Evans y Carbajal-Padilla, 2019).

Los procesos de manejo de conflictos son parte de la cotidianidad escolar (Gallardo-Cerón, Hernández-Zuluaga y Monsalve-Giraldo, 2019) y son importantes, en particular, en escuelas con “problemas de convivencia”, pues constituyen gran parte del día a día de los docentes, directivos, estudiantes y sus familias. El modo en que ese manejo se lleva a cabo está estrechamente ligado con la justicia, la inclusión, la distribución del poder y la construcción de comunidad en las escuelas (Echavarría et al., 2015; Guilherme, 2017), elementos cruciales para la construcción de paz.

En México, las prácticas de manejo de conflicto en las escuelas están mediadas por los instrumentos de política educativa, que establecen cómo deben ser manejados los problemas de convivencia. Estos instrumentos, en gran parte, se centran en bloquear o castigar las conductas inapropiadas, violentas o indisciplinadas de los estudiantes, al señalar una serie de conductas no permitidas de alumnos y alumnas, y precisar las consecuencias que ellos y ellas tendrán si las realizan (Perales, 2019). Sin embargo, es importante considerar que estas políticas no se implementan en forma directa, puesto que son interpretadas y puestas en práctica dentro de contextos particulares, que actúan como “fuerzas activas” que integran historias concretas, recursos, culturas profesionales, etcétera (Braun et al., 2011). En este artículo haremos hincapié, por tanto, en cómo se desarrollan los procesos de manejo de conflicto en los contextos específicos de las escuelas estudiadas, los cuales también reflejan prácticas comunes en el ámbito mexicano.

Nuestro análisis tiene como base un estudio etnográfico más amplio dirigido a explorar las relaciones entre escuelas y sus comunidades, y explicar las implicaciones de estas relaciones para la convivencia escolar. Esta investigación, financiada por una beca doctoral del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México (Conacyt), fue efectuada entre 2014 y 2018 en dos instituciones públicas de educación primaria en México, localizadas en zonas urbanas de alta vulnerabilidad social. Uno de estos establecimientos escolares se ubica en Guadalajara, Jalisco, y el otro, en Ciudad Obregón, Sonora.

El diálogo, la separación y la suspensión son tres prácticas de manejo de conflicto que eran reconocidas por todos los actores escolares –estudiantes y sus familias, docentes y directivos– como procesos de convivencia escolar y tenían una relación directa con la política educativa en ese periodo. Aunque identificamos otras prácticas comunes, como el reportar las conductas inadecuadas, la intimidación y la agresión, en este artículo nos centramos en las que eran identificadas como maneras “adecuadas” de gestionar los conflictos y a las que se recurría porque los conflictos eran reconocidos como problemáticos por los actores.

A continuación, presentamos un apartado sobre convivencia restringida y amplia como marco de análisis y su relación con las nociones de peacekeeping, peacemaking y peacebuilding. Después, damos cuenta de la metodología de la investigación de la cual deriva este artículo. Posteriormente, abordamos las características de las prácticas de manejo de conflicto señaladas y discutimos sus implicaciones para la convivencia escolar: identificamos cómo la manera en que se entiende y se lleva a cabo el diálogo y las prácticas asociadas de separación y suspensión dan cuenta de una construcción restringida de convivencia escolar y tienen consecuencias negativas para la participación, la inclusión y la construcción de paz.

Convivencia restringida y amplia como marco de análisis

La convivencia puede ser entendida como la experiencia de vivir juntos y aprender a vivir juntos, y está formada por la red continua de interacciones de los actores escolares que conforma la vida cotidiana de las escuelas. El tipo de convivencia configura la experiencia escolar de los estudiantes, profesores, padres, madres y otros actores involucrados, puesto que “provee los elementos y los límites relacionales en donde la experiencia escolar es construida” (Perales, 2018a, p. 889, traducido del inglés –TI).

Considerar la convivencia es enfocarse en la cualidad y calidad de las relaciones interpersonales que se construyen en las escuelas (Ararteko, 2006), así como en las implicaciones de estas relaciones en otros aspectos, como el aprendizaje, la inclusión y las posibilidades de participación. La convivencia escolar está estrechamente ligada al ejercicio de los derechos humanos en las instituciones educativas (Fierro-Evans y Carbajal-Padilla, 2019), puesto que es fundamental tanto para el desarrollo del proceso de los aprendizajes curriculares (Casassus, 2005; Schleicher, 2019) como para el aprendizaje específico de maneras pacíficas, inclusivas y democráticas de relacionarnos (Gallardo, 2009; Carbajal, 2016).

Aunque hay consenso sobre la importancia de una adecuada convivencia escolar, existen diferentes aproximaciones sobre cómo abordarla en las escuelas. Carbajal (2013, 2016, 2018) propone una clasificación que diferencia entre dos perspectivas de convivencia escolar, una restringida y otra amplia, la cual ha sido también retomada por otros autores (Nieto & Bickmore, 2016; Perales, 2018b). Para los fines de este artículo, es pertinente examinar el modo en que ambas perspectivas se posicionan frente al manejo de conflictos escolares.

La convivencia restringida se centra “en torno a la disminución de los niveles de violencia escolar, enfatizando el control de los comportamientos agresivos de los alumnos” (Carbajal, 2013, p. 15). Responde a la percepción de la necesidad de más orden y seguridad en las escuelas a través de la regulación de las conductas de los estudiantes y establece una “relación causal […] entre ‘corrección del comportamiento’ [individual] y la mejora del logro educativo” (Sebastião et al., 2013, p. 112 TI). En muchos casos, esta perspectiva se basa en mecanismos de respuesta rápida ligados a políticas de “cero-tolerancia” que castigan hasta los incidentes más pequeños para controlar y disuadir actos más severos, al plantear la exclusión de actividades escolares de los estudiantes como una de sus estrategias principales (Moreno & Bullock, 2015). Desde esta lógica, la convivencia se posiciona como instrumento para poder erradicar la violencia escolar.

De acuerdo con Carbajal (2016), esta perspectiva de convivencia se orienta hacia la “paz negativa”, que se entiende como la ausencia de violencia directa o personal, y se vincula con la noción de mantener la paz. En la literatura de paz y conflicto se identifican tres formas de manejo de conflicto que se retoman de la perspectiva de Johan Galtung (1976): mantener la paz, hacer la paz y construir la paz. Estos tres procesos son útiles en el contexto educativo para explicar cómo las comunidades, los grupos y los individuos gestionan los conflictos que surgen de las interacciones sociales (Bickmore, 2004; 2014; Cremin & Guilherme, 2016).

El mantener la paz tiene como objetivo el establecimiento de la seguridad y el cese de la violencia directa a través de la vigilancia y el control ejercidos, principalmente, por los regímenes disciplinares y de castigo (Bickmore, 2014). Por su parte, el hacer la paz se enfoca no solo en detener la violencia directa, sino en instaurar procesos comunicativos para “facilitar el manejo y resolución de conflicto a través del diálogo y la resolución de problemas en lugar de a través de la asignación de culpas o castigos” (Bickmore, 2004, p. 79 TI). Por último, el construir la paz se orienta a reparar las relaciones después de incidentes de violencia y a la construcción de relaciones equitativas y resilientes durante los conflictos mediante el abordaje de inequidades estructurales centrado en prácticas de justicia social, no discriminación y no violencia (Nieto & Bickmore, 2016).

Dado que la perspectiva restringida de convivencia prioriza el cese de la violencia, se relaciona estrechamente con la noción de mantener la paz. El conflicto es equiparado aquí con agresión y violencia, y se niega su potencial transformador de relaciones. Su manejo integra un repertorio limitado de acciones para controlar el comportamiento inadecuado del estudiantado y se promueve la “obediencia, la atribución de culpa o la exclusión” de quienes “no acatan las normas de la autoridad” (Bickmore, 2004, p. 77 TI).

El manejo de conflicto desde esta perspectiva ha sido criticado porque se centra en atender los síntomas de la agresión y la violencia más que las “causas subyacentes que la generan o la exacerban, así como el daño menos visible basado en la injusticia” (Carbajal, 2018, p. 17). Desde esta lógica, se posiciona a los estudiantes como los únicos responsables de los incidentes de agresión, violencia escolar o problemáticas de convivencia, sin considerar el rol que juegan otros actores o la violencia estructural (Furlán, 2012). Además, se ha encontrado que estas estrategias favorecen ambientes punitivos (Jimerson & Hart, 2012), puesto que se da más importancia al comportamiento problemático que a fomentar un clima y una convivencia escolar adecuados, lo que resulta contraproducente para la reducción de la violencia (Blaya y Debarbieux, 2011; Ascorra y López, 2018; Escalante, 2019).

Las estrategias restringidas son problemáticas también porque no garantizan el respeto a los derechos humanos en la escuela (Bickmore, 2004; Blaya y Debarbieux, 2011), “ tienden a condonar o a promover la violación de otros tantos derechos humanos en nombre de un ‘orden’ establecido de manera unilateral por quienes poseen el poder de la autoridad, al mismo tiempo que dejan intactas las causas profundas que originan dichos fenómenos” (Fierro-Evans et al., 2013, p. 104).

Aunque las violaciones de derechos humanos afectan a toda la comunidad, tienen consecuencias más serias para los estudiantes que se consideran como “problema”, quienes también son más vulnerables en relación con su clase, raza o género (Bickmore, 2011; Moreno & Bullock, 2015; Carbajal, 2016).

La perspectiva amplia o comprehensiva, al contrario, establece que la convivencia no es solo una variable a ser transformada para reducir la violencia, sino que es una manera en sí misma de educar y una meta de la educación (Carbajal, 2013). La convivencia, desde este enfoque, está explícitamente enmarcada en una perspectiva de derechos humanos (Chávez, 2018; Fierro-Evans y Carbajal-Padilla, 2019) y, en este sentido, se considera que el derecho a la educación debe incluir el desarrollo de relaciones pacíficas, democráticas e inclusivas como características de la experiencia educativa (Hirmas y Eroles, 2008; Fierro-Evans et al., 2013).

Si bien este enfoque está integrado por elementos de diferentes áreas y temáticas (ciudadanía, paz, inclusión, desarrollo socioemocional), es posible destacar tres dimensiones para el estudio e intervención de la convivencia (Perales, 2018b), de las cuales señalaremos algunos aspectos significativos para el análisis. La primera es la ciudadanía democrática y la participación; en esta dimensión, la relevancia de la participación se basa en el derecho de los actores, en particular de los estudiantes, de participar en las decisiones y acciones escolares (Liebel & Saadi, 2012; Fierro-Evans y Carbajal-Padilla, 2019).

La segunda dimensión resalta la diversidad e inclusión, que implica el reconocimiento de la diversidad de identidades de la comunidad escolar y la adopción de patrones de relaciones que busquen remover todas las prácticas de exclusión, respetar el derecho a la identidad y promover el sentido de pertenencia (Carbajal, 2016; Perales, 2018b).

La tercera dimensión corresponde a la construcción de paz y la transformación de conflictos. Aquí se establece una vinculación directa con la paz positiva, entendida como la transformación de la violencia a través de “maneras constructivas de manejar los conflictos, incluida la justicia social (entendida como el desmantelamiento de las violencias estructurales y culturales que subyacen y justifican relaciones injustas y agresivas)” (Carbajal, 2018 p. 18 TI). En esta dimensión, el conflicto se entiende como algo inherente a la diversidad y participación (Nieto & Bickmore, 2016), y como oportunidad para la transformación social y la construcción de relaciones democráticas, por medio de su gestión no violenta. Desde esta dimensión, la perspectiva amplia de convivencia se relaciona con las nociones de peacemaking y peacebuilding señaladas, y se promueve que los estudiantes participen en procesos de manejo de conflicto con prácticas entre pares (Carranza, 2018; Cremin & Guilherme, 2016).

El manejo no violento de conflictos incluye, por tanto, una serie de procesos de comunicación, toma de acuerdos, reconciliación y reparación del daño. En ellos, el diálogo se plantea como un mecanismo privilegiado para trabajar el conflicto, ya que se constituye como una alternativa pacífica para expresar, respetar y valorar las diferencias y el disenso, practicar la escucha activa y la argumentación, identificar y manejar emociones en busca de llegar a consensos y reparar el daño mediante el esfuerzo de “tratar de entender al Otro” (Guilherme, 2017, p. 217).

El diálogo puede desarrollarse durante o posteriormente al conflicto, o incluso antes, como proceso proactivo de prevención y formación. Desde un enfoque amplio de convivencia escolar, se pretende fomentar prácticas de diálogo que promuevan procesos horizontales de comunicación y puedan contribuir a interrumpir ciclos de violencia, y a reemplazar maneras represivas o punitivas de lidiar con los conflictos (Morrison, 2007) con relaciones más equitativas entre los actores de la comunidad escolar (Cremin & Guilherme, 2016). En particular, el diálogo

ayuda a crear espacios inclusivos para las personas, particularmente para aquellas comúnmente marginalizadas, en los cuales se puede expresar las perspectivas y ser escuchados, reduciendo patrones de control a través de una educación proactiva para la construcción de la paz (Parker & Bickmore, 2020, p. 1 TI).

En este proceso se promueve la participación de los estudiantes como agentes, ya que se posicionan como corresponsables activos del manejo de conflictos y construcción de paz, capaces de tomar decisiones sobre cómo atenderlos y transformarlos (Carbajal, 2018). El diálogo es, por tanto, un mecanismo de hacer la paz que puede contribuir a los procesos de construir la paz, ya que, a través de él, es posible identificar inequidades e injusticias, así como llegar a consensos que promuevan la reconciliación y la reparación del daño. En este sentido, puede estimular también la inclusión, puesto que fomenta relaciones más horizontales en las que todas las voces y perspectivas sean reconocidas. En su carácter formativo también contribuye a la construcción de la paz, porque permite establecer formas de relacionarse de modo pacífico que se incorporan al hacer diario de las personas, lo que favorece la construcción de comunidades.

Establecer el diálogo como un mecanismo para hacer y construir la paz implica contar con espacios informales e institucionalizados para impulsarlo, así como la capacidad de ejercer la expresión de ideas y la escucha. Además, su desarrollo y análisis requiere reconocer que las dinámicas de poder son maneras de expresarse, escuchar y de ser escuchados (Parker & Bickmore, 2020). En este sentido, hay que considerar que grupos social, económica o culturalmente desfavorecidos pueden ser desacreditados al presentar sus argumentos durante los diálogos escolares, por lo que un diálogo desde una perspectiva de construir la paz demanda “no solo equidad en términos de recursos y la garantía de igualdad de oportunidades para articular argumentos persuasivos, sino equidad en la ‘autoridad epistemológica’, en la capacidad de evocar el reconocimiento de los argumentos de cada uno" (Sanders, 1997, p. 349 TI).

Desde la perspectiva amplia de convivencia, es necesario, por tanto, ser sensibles a la distribución de poder que se ejerce durante los procesos de manejo de conflicto. En este sentido, si bien los espacios educativos “pueden ser espacios de posibilidad y transformación […] se debe prestar atención al formato, estructura y métodos del proceso […] de manera que se pueda prevenir que las buenas intenciones causen daño o consecuencias adversas” (Bajaj, 2015, p. 155 TI).

Metodología

Los hallazgos presentados en este artículo provienen de una investigación etnográfica cuyo objetivo fue el análisis de las relaciones escuela-comunidad en dos instituciones públicas de nivel primaria, una de turno matutino y otra de vespertino, en dos ciudades mexicanas: Guadalajara y Ciudad Obregón. Los principales criterios para la selección de las escuelas fueron su localización en zonas vulnerables con problemáticas de pobreza y violencia social (sobre todo pandillerismo y narcomenudeo); el incremento en sus ciudades de violencia armada, ligada al narcotráfico, y de género; y en especial, la percepción explícita de directores y profesores de que las escuelas estaban en un “contexto difícil” que afectaba tanto las situaciones de aprendizaje como la convivencia escolar.

El trabajo de campo fue llevado a cabo de enero de 2015 a enero de 2016. Para la construcción de datos, se realizaron aproximadamente 380 horas de observación participante en salones, oficinas, patio y otros espacios escolares, así como 38 entrevistas semiestructuradas con los actores escolares: siete entrevistas con directores, doce entrevistas con profesores, once entrevistas grupales con madres y abuelas, y ocho entrevistas grupales con alumnos. A la par, se efectuó un análisis de instrumentos de política vigentes relativos a la convivencia, violencia y seguridad escolar a nivel federal y de los estados donde se ubicaban las escuelas.

En congruencia con la metodología etnográfica, la sistematización y análisis de los datos se inició desde el proceso de recolección, en enero de 2015 hasta el fin de esta, en 2018. Para el proceso de construcción de este artículo, llevamos a cabo un segundo proceso de análisis de los datos y los hallazgos previos de septiembre a diciembre de 2020. Adoptamos una posición analítica sobre la convivencia escolar (Fierro-Evans et al., 2013), que buscaba una comprensión profunda de la manera en que la convivencia se construía en estas dos escuelas y las implicaciones de los patrones encontrados para la participación, la inclusión y la construcción de paz.

Para el análisis, utilizamos una combinación de memos analíticos (Rockwell, 2009), y análisis temático y situacional orientado por la teoría fundamentada (Clarke, 2005; Charmaz, 2014; Corbin & Strauss, 2015). El proceso de análisis fue altamente iterativo, y se pasó de áreas analíticas generales (como reglamento, manejo de conflicto, clima escolar, participación de las familias) a la definición de 15 prácticas relacionales agrupadas en dos ejes: prácticas explícitas y prácticas implícitas, las cuales fueron examinadas por medio de codificaciones abiertas, selectivas y axiales, y con uso del software Atlas.ti.

Las primeras prácticas eran explícitamente reconocidas por los actores escolares como parte de la convivencia escolar y las segundas, aunque no eran igual de reconocidas, eran significativas en relación con los tipos de conflicto que existían en las escuelas, por lo que su consideración fue necesaria para explicar los patrones de convivencia escolar existentes. Analizamos prácticas de prevención y manejo de conflictos, como prácticas explícitas, y de atención a las necesidades de los alumnos y a las necesidades de las escuelas, como implícitas.

El estudio cuidó en especial a los participantes por su situación de vulnerabilidad, no solo garantizando su confidencialidad, sino adoptando una revisión sistemática del consentimiento informado sobre su participación; esto implicaba diálogos continuos sobre la investigación y la libertad de participación de los actores escolares. En este sentido, el estudio fue orientado en términos éticos y metodológicos por criterios de multivocalidad, reflexividad y vinculación entre procesos micros y macros, así como entre marcos teóricos y ético-políticos (Altheide & Johnson, 1994; Brewer, 2000).

A continuación, abordamos tres de las prácticas explícitas de convivencia concernientes al manejo de conflictos. Antes de pasar a ello, es importante aclarar que la manera en que se presentan se basa en las propias formas de nombrar y concebir las prácticas de los actores escolares, en congruencia con el enfoque etnográfico. Esto es relevante en el caso del diálogo, en el cual existen diferencias significativas con el modo en que este se concibe desde la perspectiva amplia de convivencia.

Prácticas de manejo de conflictos

Entre la diversidad de prácticas de convivencia analizadas, aquellas que se enfocaban al manejo de los conflictos fueron las que los actores asociaban principalmente a la convivencia escolar. Aunque los procesos eran fluidos y dependientes de los actores y las situaciones, tres patrones de manejo de conflicto se destacan por su prevalencia y el reconocimiento explícito que les daban directores, maestros, maestras, estudiantes y sus familias: el diálogo, la separación de actores y la suspensión. En este apartado explicamos primero los tipos de conflictos que tienen que ver con convivencia y las causas atribuidas; luego, abordamos las características de las tres prácticas, y después damos cuenta de sus implicaciones para la convivencia escolar.

Para los participantes del estudio, existían diferentes tipos de “conflictos de convivencia” en las escuelas, los cuales variaban en términos de severidad y frecuencia. Los más graves eran las peleas físicas entre estudiantes, así como los insultos hacia los docentes. Esparcir rumores, empujar, insultar verbalmente o la “carrilla” (burla) agresiva eran más usuales que los anteriores, pero eran percibidos como menos graves. Otras indisciplinas, como no seguir instrucciones de los maestros, eran consideradas como poco graves, pero, por su gran frecuencia, se vinculaban a la percepción de una “mala convivencia” que era preponderante en estas escuelas. Como observamos, la definición de estos tipos de situaciones como “conflictos de convivencia” denota una noción del conflicto basada en conductas negativas de los estudiantes que debían ser controladas o evitadas. En este sentido, ninguno de los actores ligaba el conflicto con la oposición de intereses ni con oportunidades de transformación hacia maneras más justas y positivas de relacionarse.

Existía, sin embargo, una importante diferencia entre la forma de concebir los conflictos entre los adultos y los estudiantes. Todos los actores caracterizaban las relaciones entre los estudiantes como “problemáticas”, “agresivas” o “violentas”, pero para docentes, directores, padres y madres de familia los problemas se centraban en casos particulares que debían ser atendidos. Los estudiantes, en cambio, hablaban de patrones de relaciones negativas entre ellos –“a veces peleamos”, “a veces ellos nos pegan y a veces nosotros les pegamos” (alumnos, cuarto grado, Ciudad Obregón)– y reconocían su participación común en “conflictos de convivencia”. Eran, en muchos casos, tanto agresores como víctimas, y daban cuenta de indicadores de posicionamiento social como edad o capital económico en sus narraciones. Esta diferencia entre adultos y niños es relevante, puesto que las prácticas de manejo de conflicto, en general, no trabajaban los conflictos de convivencia como una experiencia común de grupos de pares, grados o de toda la escuela.

Aunque no es posible detallar con más profundidad las razones atribuidas a estos conflictos, es necesario señalar las dos principales: para los diferentes actores, las conductas incorrectas o agresivas de los estudiantes eran resultado “natural” de las características de sus comunidades y, aún más trascendente, de las características familiares. Un docente en Ciudad Obregón mencionó, por ejemplo, que los estudiantes “ven la agresión y traen aquí esa agresión […] traen la violencia del contexto en el que viven”. También, una estudiante de sexto grado en Guadalajara estableció que las conductas dependían de “cómo los eduquen sus papás, si no les hacen caso, pues obvio […] no van a ser educados ni nada y se van a estar llevando con los demás”. Estas construcciones dan cuenta de que, para los actores, las causas de los conflictos de convivencia eran ajenas a la escuela y, en este sentido, había bajas expectativas de que la convivencia pudiera mejorar. Aun con este marco de significado, los actores se involucraban en una multiplicidad de prácticas de manejo de conflicto en las instituciones escolares, las cuales tenían importantes implicaciones para la convivencia.

La primera de estas prácticas corresponde a una serie de conversaciones a partir del reconocimiento de un conflicto, las cuales eran nombradas como “diálogo”. Estas ocurrían cuando docentes o directores consideraban que su manejo requería ir más allá de una reprimenda o la rápida indicación de que los estudiantes cambiaran su comportamiento. Es posible distinguir entre dos tipos básicos de diálogos que ocurrían en estas escuelas. El primero corresponde a las conversaciones entre estudiantes y docentes. Aunque todos los maestros realizaban este tipo de diálogo, solo algunos de ellos lo reconocían de modo explícito como parte del proceso de manejo de conflictos. Quienes lo hacían eran los que, en general, tenían menos incidentes problemáticos de convivencia en sus grupos. El diálogo entre estudiante y docente se efectuaba de la siguiente manera:

Yo trato de hablar con las dos partes y trato de entender por qué surgió el problema, de dónde surgió y si ambas partes tienen culpa […] generalmente siempre es así, las dos partes llevan la misma sanción […] Tratar de ser lo más justo posible. […] Si no se puede (resolver) ya entre ellos, entonces ya tengo que ir al director para mandar llamar a las mamás (maestra, Guadalajara)

En este caso, la maestra utilizaba estas conversaciones para identificar la “verdad” de lo que había sucedido, demostrar la participación de los estudiantes y establecer una consecuencia “justa”. Estas últimas, a menudo, eran castigos genéricos que no estaban ligados directamente a la conducta errónea, como quedarse fuera del salón o hacer tarea extra. Aunque estos espacios incluían algunas interacciones dirigidas a propiciar la reflexión de los estudiantes, este aspecto más formativo quedaba subsumido al objetivo de que modificaran su comportamiento. Una excepción interesante es el caso de una maestra en Ciudad Obregón, quien destacaba la necesidad de desarrollar espacios conversacionales para ayudar a los estudiantes a reflexionar:

(Lo que toca) es hablar primero con el alumno y hablarlo de manera particular, no frente al grupo, que no se sienta señalado. […] Todos los niños con los que he tratado, siento que entienden el punto, siento que entienden el porqué de las reglas, el porqué hay una disciplina, reconocen que es importante tener el respeto y quieren ser parte del grupo, entonces el querer ser parte del grupo hace que respeten esas reglas, pero muchas veces son hábitos de convivencia […] Entonces muchas veces ahí queda el problema y es cuestión de estárselo recordando dentro del aula … (maestra, Ciudad Obregón).

Las formas que adoptaba este tipo de diálogo dependían del estilo del docente y de cómo percibía a los estudiantes. En todos los casos, sin embargo, el diálogo ocurría a través de los maestros; difícilmente, los estudiantes discutían la situación entre ellos y no hay evidencia de que estos encabezaran procesos de reconciliación o retribución. Docentes en ambas escuelas acordaban que, si la situación era más seria, por ejemplo, si el o la estudiante había golpeado a un compañero o desobedecían de modo continuo a los maestros, se ponía un reporte y se iniciaba el segundo tipo de diálogo.

Este involucraba una canalización de los estudiantes con los directores, lo que implicaba que el conflicto era “más grave”. El o la directora tenía una reunión que podía incluir a los estudiantes, sus padres y los docentes. En ninguno de los casos se registró que todos los participantes estuviesen juntos; esto, porque se creía que, si todos los actores se reunían, los conflictos podían escalar, por lo que se separaban para evitar que las familias se confrontaran entre sí. El siguiente extracto da cuenta de un diálogo entre la directora y dos estudiantes de sexto de primaria (se utilizan pseudónimos en todas las citas):

La directora le dice a las alumnas que pasen a hablar con ella. Una de las alumnas, Roxana, está llorando, Betzani, la otra, está seria y parece enojada. […] La directora les pregunta qué pasó […] Platica Roxana que ella ya no quiere estar con Betzani, que la enfada mucho y que le dicen de cosas (las alumnas platican de que esta situación comenzó desde cuarto) […] Betzani dice que siempre la está peleando […]. También dice que saliendo de la escuela Roxana las estaba peleando y que llegó su papá […] y que les dijo “si le hacen algo, me las voy a chingar y a sus papás también, hasta van a acabar en el tambo”. La directora les dijo “ay, ya se lo llevaron hasta afuera, ya involucraron también a sus papás”. […] La directora dice que lo que tienen que hacer es “aprender a ser tolerantes entre ustedes” y les dice que “ser tolerantes es poder estar con gente que no les cae bien” […]. Betzani dice que ella no le hacía caso porque no querían que la suspendieran, hasta ahora que la empujó. La directora les dice en tono más fuerte que “ya hicieron el problema más grande”, que no le “importa si se caen gordas”, que “se tienen que separar”, que “no se hablen, no se miren”. Las alumnas se callan, bajan los ojos. La directora señala que ellas están aquí para aprender, trabajar y si pueden hacer amigas, pues eso ya viene después. […] Que lo primero es que se van a separar […]. Si se sigue así, se va a tener que hablar con sus papás y hasta suspender (observación, Ciudad Obregón).

Todos los casos observados de diálogo tenían elementos similares a los que se presentan en este fragmento:

El proceso de identificar los problemas de convivencia –poner un reporte, tener reuniones con los estudiantes o con sus familias, y establecer consecuencias– estaba delineado tanto en la política educativa como en los reglamentos escolares. Era, por lo tanto, la manera adecuada y aceptada de manejar los conflictos. Sin embargo, había pocas expectativas de que las conductas de los estudiantes mejoraran a partir del diálogo, en gran parte porque se creía, como se señaló, que las conductas se debían al contexto comunitario y familiar, y se percibía que las familias no estaban interesadas en apoyar los procesos escolares. La mayoría de los estudiantes, no obstante, manifestaron que, si los padres eran informados de estos diálogos, sí se decidían consecuencias en los hogares. Solo en los casos cuando las relaciones entre las familias y las escuelas estaban fragmentadas por la desconfianza y el resentimiento, los padres ignoraban de modo abierto las peticiones de directivos y docentes.

Además de la canalización y la petición de sentar algunas sanciones en casa, el diálogo tenía consecuencias que constituyen las otras dos prácticas de manejo de conflicto a destacar. La primera se basaba en “separar” a los actores involucrados en el conflicto, con el objetivo de distanciar a las partes, como advertimos en la cita anterior. Esta práctica se promovía al final de casi todos los espacios de diálogo, pero en muchos casos los adultos también sugerían, indicaban u ordenaban a los estudiantes que se separaran para prevenir conflictos, evitar que surgieran de nuevo o que escalaran. Expresiones como “solo ignóralo/a” o “aléjate” eran usadas como una manera rápida de atender problemáticas de convivencia, lo que ayudaba a contener situaciones en el corto plazo. Los estudiantes, sin embargo, eran críticos con esta estrategia –“solo nos dicen ‘quítate de ahí’, no sirve de nada” (alumna, Ciudad Obregón)– y reconocían lo difícil que era para ellos estar separados, ya que interactuaban en la escuela todos los días.

Esta estrategia tenía implicaciones para la convivencia escolar porque solo detenía de momento los conflictos, sin dar a los estudiantes la posibilidad de trabajarlos. Los estudiantes señalaban con frecuencia que las situaciones se repetían y que los problemas se mantenían durante varios años. La estrategia tampoco ayudaba en los casos en los que estudiantes en particular sufrían acoso escolar, puesto que la recomendación más común de los docentes era “no te lleves con ellos” (maestro, Guadalajara), lo cual evadía el conflicto y dejaba al estudiante acosado sintiéndose ignorado y vulnerable.

La estrategia también era problemática porque creaba una división entre los estudiantes, y posicionaba a algunos de ellos como conflictivos, lo que poco a poco llevaba a su exclusión de actividades de aprendizaje y grupos de pares. En la escuela de Guadalajara, por ejemplo, estaba el caso de una alumna, Arantxa, que era acusada de robar dinero. Lo siguiente sucedió cuando el incidente fue reportado a su maestra:

En el recreo la maestra de 1º se acerca con la maestra Delia de 3º y le dice que su alumna Arantxa le quitó dinero a una alumna de 1º. Arantxa le dice a las maestras que no, que solo le pidió porque su mamá no le había dado. La maestra Delia le dice que le regrese el dinero […]. Tres alumnas de 3º, que oyeron lo que se dijo, le dicen a la maestra Delia que Arantxa les había también roto un corrector y perdido un borrador. Arantxa dice que no es cierto. La maestra Delia les dice “¿y para qué le prestan?” y luego “ya no le presten”, “tienen que aprender a no prestarle”, “sepárense de ella”. Las alumnas siguen diciendo las diferentes cosas que Arantxa ha hecho. Arantxa se aleja un poco y sienta en el barandal sola (observación, Guadalajara).

Algunos meses después del incidente, Arantxa expresó que no le gustaba la escuela porque no tenía amigos y que continuamente le pedía a su mamá no asistir. El hecho de que Arantxa fuera posicionada como alguien que robaba, rompía o tomaba cosas sin pedirlas legitimaba su exclusión. Sin embargo, en todas estas situaciones otros factores de exclusión estaban presentes, pero no eran reconocidos en la estrategia de “sepárense”. Arantxa, por ejemplo, presentaba vitiligo en su cara y brazos, su capital económico era de los más bajos de su salón y, según la maestra, su mamá no asistía a la escuela ni proveía acompañamiento escolar en casa. Así, la estrategia de separar a los estudiantes en conflicto promovía patrones de exclusión en particular para estos estudiantes posicionados como “problema”. Es conveniente señalar que la “separación” como estrategia no estaba establecida por la política educativa, pero era utilizada como parte habitual del manejo de conflictos.

Al contrario, la segunda consecuencia importante del diálogo sí estaba indicada en los instrumentos de política. Consistía en la suspensión temporal o permanente de los estudiantes de participar en actividades escolares, en la clase de Educación física o en el recreo, que eran las más comunes; sin embargo, si los incidentes eran considerados como graves por el o la directora o el comportamiento era muy frecuente, el o la estudiante podían ser suspendidos de asistir a la escuela de forma temporal o permanente. Esta era la consecuencia más seria ante los conflictos de convivencia y era establecida en los reglamentos como el último recurso.

Aunque en ambas escuelas la suspensión temporal sucedía, no era muy común. La suspensión permanente solo se observó en la escuela de Ciudad Obregón. En esta institución, la directora afirmaba que, si el comportamiento inadecuado era frecuente y no había apoyo de las familias, ya no era responsabilidad de la escuela mantener al estudiante. El director de Guadalajara, al contrario, creía que era responsabilidad de la escuela no dejar a los estudiantes y tratar de darles el mayor apoyo posible. Esta diferencia se basaba en visiones contrastantes del derecho a la educación. En la primera, para respetar el derecho a la educación de todos los estudiantes, se debía excluir a aquellos problemáticos. En la segunda, el derecho a la educación implicaba mantener a todos los estudiantes en la escuela, sin que su comportamiento fuera un elemento para excluirlos. Vale la pena comentar que la escuela de Guadalajara contaba con más apoyos que la de Ciudad Obregón; tenía, por ejemplo, una unidad de apoyo (USAER), lo que favorecía la visión incluyente del director.

Si bien la suspensión de la escuela no era una consecuencia usual, la amenaza de suspensión funcionaba simbólicamente también para frenar conductas inadecuadas y era muy común en las narrativas de estudiantes y sus familias. Para los docentes y directivos, sin embargo, suspender a los estudiantes era problemático, porque sentían que corrían el riesgo de que los padres se quejaran ante las autoridades educativas y que esto causara problemas para la escuela, lo que constituía, en opinión de directores, docentes y algunas madres de familia, una gran debilidad del proceso de manejo de conflictos.

Implicaciones de las prácticas de manejo de conflicto para la convivencia escolar

A partir de lo presentado, es posible señalar que la manera en que se desarrolla el manejo de conflicto da cuenta de una aproximación restringida de la convivencia escolar (Carbajal, 2013, 2016, 2018). En este apartado discutimos algunas implicaciones de este manejo para la convivencia escolar en relación con la inclusión, la participación y la construcción de paz. Es importante destacar, en primer lugar, la evidente noción negativa del conflicto que tienen los diferentes actores, ya que se nombra como conflicto solo las problemáticas que ocurren entre los estudiantes y que deben ser controladas, evitadas o erradicadas a través de las prácticas descritas. El conflicto se concibe como amenaza a la estabilidad y las principales prácticas para su manejo destacan su supresión (Alba, 2014). Una visión negativa de los conflictos impide que estos sean “una oportunidad para hacer visibles tensiones o diferencias que requieren atención, e incluso para evidenciar situaciones de inequidad e injusticia que impiden un entorno de paz” (Landeros y Chávez, 2015, p. 33).

De igual forma, la manera en que se desarrolla la práctica del diálogo, y otras como el reporte de los estudiantes sobre las conductas inapropiadas (Perales, 2019), refleja una aproximación a la paz en términos de peacekeeping y paz negativa, es decir, la paz entendida como ausencia de violencia (Galtung, 1996), puesto que se centran en bloquear los problemas, agresiones o violencia de los estudiantes, sin considerar, por ejemplo, la participación de otros actores como los adultos ni la necesidad de constituir espacios formativos o de participación que promuevan cambios más asociados a procesos de hacer la paz o construirla.

El poner el acento en procesos para mantener la paz se puede ver también en la misma concepción de diálogo. Aunque el término se asociaba con un intercambio de diferentes perspectivas, y para docentes y directores era una manera “pacífica” de abordar los conflictos, la forma en que los diálogos se desarrollaban no permitía interactuar por medio de discusiones abiertas, escucha activa, empatía, negociaciones o resoluciones de los conflictos por consenso (Cremin & Guilherme, 2016; Parker & Bickmore, 2020). Incluso, cuando los docentes promueven un diálogo con mayor sensibilidad que abre espacios de reflexión, los procesos se centran en modificar los comportamientos de los estudiantes y no en transformar las relaciones, en congruencia con una visión restringida de la convivencia escolar. En este sentido, difícilmente surgen procesos dialógicos democráticos y de construcción de paz, y los procesos observados se orientan más al control que a la reconciliación.

Por su parte, las prácticas de “separación” y “suspensión”, como las dos consecuencias más importantes del diálogo, dan cuenta de las características de disociación de las partes del conflicto como base del peacekeeping que Galtung (1976) señala. La suspensión como un modo de lidiar con los comportamientos inadecuados es preocupante (Landeros y Chávez, 2015), puesto que puede promover un “ciclo de exclusión escolar” en el cual los “procedimientos institucionalizados […] no permiten a estos estudiantes participar en los espacios de aprendizaje al interior del aula” (López et al., 2011, p. 20).

En términos de participación, es posible identificar roles definidos de los actores escolares. Los estudiantes son considerados como responsables del conflicto, pero las oportunidades de que se involucren en vías pacíficas de transformar los conflictos son muy limitadas, ya que, en las prácticas de diálogo, separación y suspensión, alumnos y alumnas tienen un rol pasivo, y son posicionados más como objetos del conflicto que como actores de reconciliación. A los estudiantes se les dificulta dar cuenta de estrategias para manejar el conflicto de modo positivo, y el hecho de que, a través de las prácticas analizadas no necesariamente se “solucionaran los conflictos”, los hacía sentirse frustrados y con poca esperanza de que mejorara la convivencia.

Desarrollar procesos para mantener la paz y construir la paz en las escuelas requiere un fuerte involucramiento de todos los actores escolares, en especial de los estudiantes (Bickmore, 2011); sin embargo, en esta investigación encontramos que los roles más activos corresponden a los adultos, sobre todo los directores y los profesores. Debido a que los adultos en la escuela eran los encargados del conflicto, su manejo se basaba en una visión de “casos problemáticos” y no de relaciones conflictivas que implicaban a la colectividad escolar, aspecto que sí era reconocido por los estudiantes. Dependiendo del director o del docente, el liderazgo que ejercían era más o menos autocrático, pero en todos los casos el manejo de conflictos se basaba en las percepciones de los docentes.

La diferencia entre maestros y estudiantes en el manejo de conflictos creaba prácticas antidemocráticas, en las cuales lo que más importaba eran la decisiones de docentes y directivos (Sebastião et al., 2013). Incluso, estas prácticas son “formas de violencia estructural y cultural que pueden convertirse en causas subyacentes de algunos comportamientos violentos de los estudiantes” (Ascorra y López, 2018, p. 7); esto demuestra los límites del peacekeeping para la construcción de paz duradera. En este sentido, no hay equidad en la “autoridad epistemológica” (Sanders, 1997) de los participantes en estas prácticas; se mantienen las relaciones asimétricas de poder entre estudiantes y maestros y, con ello, no se modifica el statu quo entre los actores escolares (Cremin & Guilherme, 2016), lo que propicia la falta de inclusión.

Las formas descritas contribuían a excluir a estudiantes específicos, en particular a aquellos percibidos como “problemáticos”, quienes también tenían, en muchos casos, capitales económicos y culturales más bajos; esta es una característica que se ha observado en otros estudios (Bickmore, 2011; Moreno & Bullock, 2015). Del mismo modo, excluía a aquellos estudiantes involucrados en conflictos caracterizados por un amplio desequilibro de poder, como el acoso entre pares, ya que las prácticas abordadas homogeneizaban las vías de dar respuesta a los conflictos, sin que hubiese mucha posibilidad de identificar situaciones de mayor vulnerabilidad.

Vale la pena mencionar, sin embargo, que sí identificamos prácticas de manejo no violento de los conflictos en las escuelas estudiadas. Había algunas interacciones que consistían en ofrecer una disculpa o la reparación del daño, las cuales eran sugeridas por los docentes o los grupos de pares y revinculaban a los estudiantes. Estas interacciones eran muy significativas en las narraciones de los estudiantes y sus familias, incluso si habían ocurrido años atrás. También, había prácticas dirigidas a consolar a los estudiantes en conflicto o a reflexionar. Los estudiantes, en sus grupos de pares, expresaban preferencias y nombraban sus sentimientos o, incluso, lograban consensos basados en deliberar sobre reglas de conducta. Estas estrategias, no obstante, no se reconocían explícitamente como acciones para responder a los conflictos de convivencia.

Conclusiones

Este artículo presenta un análisis de tres prácticas de manejo de conflictos consideradas como “adecuadas” y “pacíficas” para incidir en la convivencia escolar en dos escuelas primarias públicas mexicanas. Las prácticas del diálogo, la separación de actores y la suspensión temporal o permanente de actividades escolares fueron exploradas en este texto mediante enfoques restringidos y amplios de la convivencia escolar para analizar sus implicaciones para la participación, inclusión y construcción de paz.

Es importante señalar que este estudio se enfocó en los procesos de manejo de conflicto en las dos escuelas primarias mexicanas y el abordaje desde un artículo no permite dar cuenta con profundidad de otras prácticas relevantes, como el reporte, la intimidación o el cuidado, que también fueron parte de la cotidianidad de las escuelas, las cuales deberán ser abordadas posteriormente. Asimismo, se requieren investigaciones subsecuentes sobre perspectivas amplias de convivencia que analicen con mayor detalle los vínculos entre prácticas no institucionalizadas de manejo de conflicto y el peacebuilding, así como aquellos recursos, culturales por ejemplo, que podrían ser aprovechados para favorecer la construcción de paz.

A partir de lo presentado, destacamos dos puntos centrales. El primero es que la manera en que se llevan a cabo estas prácticas revela una concepción restringida de la convivencia escolar, ya que se consagra a modificar los comportamientos inadecuados de los estudiantes mediante prácticas de control, sin reconocer las oportunidades de transformación positiva que traen consigo los conflictos. Se denotan, por tanto, procesos relacionados con mantener la paz que buscan bloquear los comportamientos agresivos o violentos y separar a las partes encontradas como medio principal del manejo del conflicto.

El segundo punto es que el análisis de la participación en estas prácticas da cuenta de roles establecidos, en los que el poder está inequitativamente distribuido entre adultos y niños, lo que muestra un adultocentrismo (Jaramillo et al., 2014) que no permite que los estudiantes se posicionen como actores capaces de transformar de manera positiva los conflictos y desarrollar su agencia y autonomía. Si bien resulta relevante contar con espacios conversacionales y que todos los actores reconozcan la importancia del diálogo, la forma en que se lleva a cabo esta práctica no reconoce las percepciones, experiencias y potencialidades para construir la paz de los estudiantes. Podemos concluir que estas vías conversacionales producen y reproducen procesos autoritarios que se constituyen en procesos formativos de cómo manejar los conflictos, y limitan las posibilidades de deliberación democrática al interior de la escuela y de aprender a transformar los conflictos de modo pacífico.

En esta lógica, los procesos desarrollados son estrategias de corto alcance que no logran transformar los conflictos de manera positiva y sostenible, favorecer la participación y garantizar la inclusión, en congruencia con un marco de derechos humanos. Favorecer la construcción de paz desde prácticas de manejo del conflicto implicaría, primero, reconocer estas formas de interacción como excluyentes. Segundo, se requiere abrir e institucionalizar espacios en verdad dialógicos, apoyados por políticas educativas, donde se opte por el reconocimiento del Otro como punto de partida y se propicien procesos formativos para constituir comunidades capaces de expresar puntos de vista diferenciados, escuchar, deliberar y llegar a consensos. Por último, es necesario optar por procesos de reconciliación y reparación del daño que privilegien la transformación de las relaciones entre los actores en términos de reconocimiento, cuidado, justicia y solidaridad, y cambien, en este sentido, el acento puesto en el control de las conductas inadecuadas por una visión más amplia de la convivencia que privilegie la práctica y la educación en procesos de paz, inclusión y participación.

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