ISSN: 2007-7033 | Núm. 62 | e1596 | Sección temática: artículos teóricos

Políticas y programas de acción afirmativa en
educación superior: fenomenología e interseccionalidad

Affimative action in higher education:
phenomenology and intersectionality

Lorena Jiménez Quiñones*

Este artículo tiene como objetivo analizar la pertinencia de la interseccionalidad como herramienta teórico-metodológica para el análisis de la experiencia de estudiantes indígenas beneficiarios de programas de acción afirmativa en educación superior. Los encuadres a partir de los cuales se justifica la implementación de políticas de discriminación positiva suelen hacer referencia a la necesaria reparación de los vestigios históricos del colonialismo y la esclavitud, a sus efectos positivos en la diversidad de la matrícula en instituciones de educación superior y a su potencial como mecanismo para promover la justicia social en los espacios educativos. Sin embargo, dichas políticas suelen operar con base en el reconocimiento de una sola categoría socialmente construida de diferencia, que desdibuja la consustancialidad de las múltiples identidades de los sujetos. Por esta razón, se argumenta que el enfoque fenomenológico de la interseccionalidad permite desmontar los estereotipos esencializados y esencializantes de los marcadores identitarios de las personas beneficiarias. Además, favorece la deconstrucción de las concepciones neutrales y descontextualizadas de la discriminación positiva. La incorporación de la interseccionalidad al estudio de la experiencia estudiantil complejiza la dimensión empírica de distintas escalas de opresión que contribuyen a la producción y reificación de desigualdades educativas.

Palabras clave:

acción afirmativa, interseccionalidad, experiencia estudiantil

This article addresses the relevance of intersectionality as a conceptual tool for analyzing the experience of students who were admitted to higher education institutions via an affirmative action. Affirmative action policies are usually justified though the following arguments: the need to address the remnants of colonialism and slavery, the positive effects they have in terms of diversity and inclusion in universities, and their impact in the consolidation of social justice in terms of access to higher education. However, it is important to acknowledge that these policies recognize a single identity marker, therefore they do not take into consideration the interplay and interconnection of different socially constructed identities. The argument proposed in this article is that an intersectional phenomenological approach is useful for capturing the complexities of essentialized identity stereotypes, and for the deconstruction of neutral and decontextualized interpretations of positive discrimination. In this sense, intersectionality problematizes the empirical dimension of student experience by underscoring the different scales of oppression that produce and reify educational inequalities.

Keywords:

affirmative action, intersectionality, student experience

Recibido: 30 de junio de 2023 | Aceptado para su publicación: 9 de febrero de 2024 |

Publicado: 7 de marzo de 2024

Cómo citar: Jiménez Quiñones, L. (2024). Políticas y programas de acción afirmativa en educación superior: fenomenología e interseccionalidad. Sinéctica, Revista Electrónica de Educación, (62), e1596. https://doi.org/10.31391/S2007-7033(2024)0062-010

* Doctora en Educación por el Sistema Universitario Jesuita. Coordinadora de Incidencia Social de la Universidad Iberoamericana León. Líneas de investigación: filosofía educativa y política, estudio de acciones afirmativas y políticas de inclusión en educación superior. Correo electrónico: lorena.jimenez@iberoleon.mx

Introducción: encuadres y propósitos de las acciones
afirmativas en educación superior

Desde la década de los noventa, a nivel internacional, varios Estados han implementado diversos mecanismos para ampliar las oportunidades educativas de grupos históricamente marginados del sistema de educación terciaria, dentro de los que destacan las políticas y los programas de acción afirmativa. Este impulso se atribuye, en parte, a la presión ejercida por organizaciones internacionales y diversos movimientos sociales, los cuales han destacado la necesidad de incorporar criterios de equidad, inclusión y no discriminación, tanto en el acceso como en la permanencia en la educación superior. Como resultado de un sólido proceso de gobernanza internacional, la educación superior ha experimentado una fase de masificación en casi todas las regiones del mundo, a excepción de África subsahariana y Asia meridional y occidental.

No obstante, es importante señalar que las categorías comúnmente utilizadas para medir avances en materia de equidad e inclusión en la educación superior suelen privilegiar el análisis cuantitativo de las cifras de ingreso, el aumento de la matrícula y las tasas de cobertura, y dejan de lado un abordaje integral de las desigualdades educativas (Silva, 2012; Didou, 2011; Guzmán, 2014). Esto no solo desdibuja la dimensión microsocial en la que se entretejen y sostienen, sino que subordina la especificidad y riqueza de la experiencia estudiantil a elementos cuantificables.

La asimilación acrítica de los discursos promovidos por las esferas de gobernanza internacional en la educación superior no toma en cuenta la pluralidad de experiencias que escapan y desafían la formalidad discursiva y normativa. Es importante reconocer que la equidad y la inclusión educativas no existen como hechos objetivos materializados en la realidad, sino que se actualizan de manera continua en las relaciones intersubjetivas; en el estar los unos con los otros. El interés en desarrollar criterios analíticos desde una base interseccional y fenomenológica está directamente relacionado con la introducción de una mirada a escala de los sujetos que genere explicaciones complejas sobre la formulación de mecanismos de remediación y compensación que buscan atender la exclusión histórica, social y económica de diversos grupos sociales del ámbito educativo.

En América Latina, Brasil, Argentina, Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia, Perú y Uruguay han puesto en marcha políticas de acción afirmativa con diversos grados de institucionalización. En México se han diseñado políticas de atención a grupos vulnerados, como el Programa de Apoyo a Estudiantes Indígenas de Educación Superior, el Programa de Becas de Posgrado para Indígenas, el Programa Asesor Técnico Pedagógico y para la Atención Educativa a la Diversidad Social, Lingüística y Cultural, por mencionar algunos, cuyo objetivo es promover la inserción de grupos históricamente marginados –en particular población indígena– a la educación superior.

Las investigaciones que abordan el estudio de las acciones afirmativas (AA) desde una perspectiva filosófica (López, 2017; Rosenfeld, 2011), filológica (Rey, 2011) y jurídica (Rubenfeld, 2017) precisan que el término se acuñó en el contexto estadounidense de los años sesenta, caracterizado, entre otras cuestiones, por la lucha de los derechos civiles de la población afroamericana. Sin embargo, no hay que perder de vista que, en realidad, se originaron en La India, en 1892, como un mecanismo para revertir la segregación social provocada por el sistema de castas.

De acuerdo con Sabbagh, las AA son “cualquier medida que asigna recursos –tales como la admisión a universidades selectivas o escuelas profesionales, empleos, ascensos, contratos públicos, créditos, derechos para comprar, vender o usar la tierra– a través de un proceso que toma en cuenta la membresía individual a un grupo subrepresentado” (2011, p. 109).

Es necesario subrayar que las políticas de AA se inscriben en contextos sociales, económicos y culturales distintos, que influyen en los propósitos que persiguen. Por esta razón, los encuadres empleados para legitimar la institución de AA tienen variaciones geográficas importantes. En contextos como Estado Unidos, Sudáfrica o La India, las AA son concebidas como políticas de remediación histórica de los vestigios de la esclavitud y la colonización (Feinberg, 1998; Lindsay, 1997). Por otro lado, existen argumentos a favor de la institución de políticas y programas de AA que subrayan sus efectos positivos en la diversidad de la matrícula, lo cual, idealmente, favorece al desarrollo de la convivencia universitaria multicultural e intercultural (Feinberg, 1998; Lindsay, 1997). Por último, Moses (2001, 2010) establece que, ante todo, las AA son un medio para alcanzar la justicia social, dado que “sin estos apoyos, quienes proceden de grupos en desventaja difícilmente podrían vencer las discriminaciones por género, etnicidad, pobreza, edad o discapacidad, que aún persisten en nuestras sociedades” (Díaz-Romero, 2016, p. 13).

Más allá de las diferencias contextuales, es importante subrayar que la implementación de AA se caracteriza por una fuerte tensión entre la esencialización de categorías identitarias (Fry, 2005) y el reconocimiento explícito del legado histórico del racismo, sexismo, etnocentrismo, etcétera, que suele oscurecerse en encuadres de orientación neutral. Por lo tanto, hay que reconocer que el significado social de las políticas de AA se construye –y es construido– por una idea mucho más compleja que la mera pertenencia de los sujetos a un grupo social determinado (Schwartzman y Dias da Silva, 2012). Estas consideraciones cobran relevancia al momento de referirnos a las experiencias de estudiantes indígenas universitarios, quienes están supeditados a múltiples escalas y dimensiones de opresión en las cuales se intersectan diversos marcadores identitarios.

Las políticas de inclusión implementadas en México durante los años noventa, que reconocen los derechos fundamentales de los pueblos y comunidades indígenas bajo criterios de interculturalidad y mutuo reconocimiento, demandan la adopción de una mirada fenomenológica e interseccional. Debemos tomar en cuenta que la presencia de un grupo social en un espacio público, como una institución de educación superior, no implica de modo automático el resquebrajamiento de prácticas disciplinarias que pueden convertir a los sujetos en objetos pasivos al servicio de los otros.

Asimismo, es necesario recordar que la experiencia de “los otros” no ha sido adecuadamente narrada, y que sus interpretaciones a menudo reproducen sesgos coloniales. En ese sentido, es imperativo repensar y rescribir las “experiencias normales” y reconocer el carácter dinámico de sus identidades.

Este artículo se estructura en tres secciones. En el primero ofrecemos un análisis del desarrollo histórico de las políticas de inclusión en el contexto mexicano, con un enfoque especial en los derechos educativos de la población indígena. Además, destacamos las principales políticas y los programas de acción afirmativa puestos en práctica en instituciones de educación superior en México, que desafían la valoración macroestructural de su implementación.

La segunda sección presenta los hallazgos clave de diversas investigaciones que han explorado la dimensión microsocial de políticas y programas de acción afirmativa. A partir de estos resultados, proponemos reflexiones críticas sobre la efectividad y limitaciones de dichas políticas para atender de forma integral las desigualdades educativas. De igual modo, problematizamos la construcción del yo en espacios que, históricamente, han privilegiado el mérito por encima de la remediación y la compensación.

En la tercera sección, abordamos la necesidad de adoptar enfoques fenomenológicos e interseccionales para lograr una comprensión más profunda de las experiencias de estudiantes indígenas beneficiarios de políticas o programas de acción afirmativa. Al trazar el desarrollo genealógico del concepto, destacamos la relevancia de cuestionar y desafiar narrativas simplificadas y de explorar la complejidad de las identidades en el contexto de la educación terciaria.

Políticas de inclusión en el contexto mexicano

Las políticas de inclusión en México están alineadas al proceso histórico-social de su construcción como Estado-nación (Mendoza, 2013). Este devenir ha estado acompañado de exclusiones y desigualdades importantes en el ejercicio de los derechos ciudadanos, en detrimento de los pueblos originarios (Ortega, 2022). En este contexto, la educación superior se ha conformado como un campo en disputa (Didou, 2015) en el cual se hacen patentes dilemas y tensiones en torno a la justicia social y a los derechos de la población indígena (Oyarzún et al., 2017).

En América Latina en general, y en México en particular, las personas indígenas están sujetas a una doble exclusión de la educación superior (Oyarzún et al., 2017). En primer lugar, de acuerdo con datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval, 2018), el 89% vive en situación de pobreza, realidad que limita sus posibilidades reales de acceso a educación terciaria de calidad. En segundo, la retórica del mestizaje ha desdibujado la violencia estructural y simbólica de las jerarquías de raza, etnicidad y clase, al equiparar la mezcla de grupos sociales con la eliminación de las desigualdades (Saldívar, 2014). En el campo educativo, esto se traduce en la ausencia de planes y programas de estudio que integren la riqueza epistemológica de los pueblos indígenas en el currículo, y en la falta de programas pertinentes para las necesidades de sus comunidades (Oyarzún et al., 2017).

En México, el desarrollo de políticas públicas y reformas constitucionales a favor de una educación inclusiva y equitativa para la población indígena supuso una transición histórica y paradigmática del indigenismo hacia la interculturalidad (Olivera, 2019). Es importante señalar que el paradigma del indigenismo emergió en el siglo XX como una alternativa al encuadre discursivo del mestizaje, el cual promovía una visión culturalmente peyorativa de los pueblos originarios (Fregoso, 2014). En el campo educativo, el principal propósito del indigenismo fue la castellanización y la alfabetización de los indígenas, proceso que, en teoría, favorecería la modernización del estado (Olivera, 2019). Desde esta perspectiva, se pusieron en marcha políticas de corte paternalista que fomentaban la homogeneidad como vía para la unidad nacional (Czarny, 2008). Este encuadre dominante de la política educativa sufrió un quiebre importante a finales del siglo pasado, provocado por una conjunción de factores que vale la pena señalar.

En 1992, en sintonía con la movilización internacional en torno al reconocimiento de los derechos indígenas se reformó el artículo 4° constitucional, al sentar un referente que constituye a México como un país pluricultural. Sin embargo, el evento que, sin duda, marcó la ruptura paradigmática del indigenismo fue el levantamiento neozapatista del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, el cual incluyó entre sus demandas el reconocimiento constitucional de los derechos de los pueblos indígenas (Lloyd, 2019). Esto dio pie a la construcción de un nuevo discurso centrado en el multiculturalismo, que en el campo educativo adoptó la semántica de la “interculturalidad”.

Para darle soporte a los compromisos que el gobierno estableció en respuesta a las demandas del EZLN, en 2001 se aprobó la Ley Indígena, la cual reconoce la composición pluricultural del país, así como la libre determinación de los pueblos indígenas (Valdivia, 2009). La Ley Indígena supuso una modificación importante en la estructura institucional y organizacional de la Secretaría de Educación Pública. Como resultado, en 2001 se creó la Coordinación General de Educación Intercultural Bilingüe (CGEIB), instancia que estableció como objetivo principal la construcción de “una educación intercultural para todos”, y marcó el fin del indigenismo en el campo educativo (Mendoza, 2013).

Cabe destacar que uno de los principales proyectos de la CGEIB fue la creación de un modelo centralizado de universidades multiculturales (Lloyd, 2019). En consecuencia, durante el sexenio de Vicente Fox se creó un nuevo subsistema de educación superior para favorecer la inclusión de la población indígena a la educación superior: las universidades interculturales (UI), las cuales comenzaron a operar a partir de 2004, sin ser exclusivas para la población indígena (Schmelkes, 2013).

Diversos estudios establecen críticas importantes sobre la operación y el modelo educativo de las UI (Barrón, 2008; Dietz, 2014; Jara y Masson, 2016; Oyarzún et al., 2017; Fregoso, 2014; Lloyd, 2019; Quijada, 2021). Por un lado, las investigaciones que abordan el encuadre de la interculturalidad señalan que no es efectivo para integrar en forma adecuada el desarrollo epistemológico de los pueblos indígenas en el campo educativo (Kuokannen, 2007, en Oyarzún et al., 2017). Al estar subordinadas a la política nacional, y a su manera específica de comprender la interculturalidad, empobrecen la construcción de autonomía de la población indígena y un ejercicio real de reconocimiento (Oyarzún et al., 2017). A esto se suman las limitaciones institucionales para diseñar programas de diagnóstico y acompañamiento para el estudiantado, y para operar con propiedad un sistema bilingüe de aprendizaje (Quijada, 2021). En términos macrosociales, destaca la opacidad con la que se manejan los recursos, la selección de profesores y la ubicación de los inmuebles (Maldonado, 2020), así como su bajo nivel de autonomía y los frecuentes conflictos internos (Lloyd, 2019).

Oyarzún et al. (2017) señalan que, en general, las UI operan con un encuadre que favorece elementos redistributivos de justicia social en detrimento de los de reconocimiento. Por esta razón, subsisten concepciones estereotipadas asociadas a imágenes folklóricas que no transforman el orden cultural hegemónico (Navia et al., 2020), lo que deriva en un “escencialismo etnicista” (Mendoza, 2013). Por esta razón, es necesario llevar a cabo investigaciones centradas en la experiencia de los sujetos, con el propósito de evidenciar las afectaciones subjetivas que derivan de la estigmatización pública de grupos sociales vulnerados.

Por otro lado, es necesario advertir que las políticas de inclusión en México no se han supeditado a la creación de UI. A pesar de que las discusiones e investigaciones han tendido a concentrarse en el subsistema de UI, a inicios del siglo XXI se pusieron en marcha distintas acciones afirmativas que canalizaron recursos a las instituciones de educación superior (IES) para el fortalecimiento de infraestructura y apoyo académico (Mendoza, 2013). Un claro ejemplo fue el programa Pathways for Higher Education, de la Fundación Ford, que inició en México en 2001 bajo la coordinación de la Asociación Nacional de Instituciones de Educación Superior (Didou y Remedi, 2006). El programa, que adoptó el nombre de Programa de Apoyo a Estudiantes Indígenas en Instituciones de Educación Superior” (PAEIIES), otorgó al inicio apoyo a once instituciones ubicadas en el Estado de México, Veracruz, Chiapas, Sonora, Quintana Roo, Puebla, Jalisco e Hidalgo.

De acuerdo con Badillo (2011), en 2010, el PAEIIES modificó su marco de operación como resultado de la terminación del apoyo ofrecido de la Fundación Ford, momento en el cual el Banco Mundial y la Secretaría de Educación Pública se convirtieron en los principales órganos de su financiamiento. El PAEIIES estaba orientado a su función como “nivelador académico y promotor de nuevas relaciones interculturales” (Barrón, 2008, p. 23). Para lograr este objetivo, se integró una unidad de apoyo académico para estudiantes indígenas que ingresaron a las IES a través del programa (Barrón, 2008), lo que favoreció la atención integral al estudiantado indígena. A pesar de esto, el programa fue blanco de diversas críticas, entre las que destaca el caso de Floriberto Núñez Martínez, estudiante tzeltal de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (UNICACH), quien denunció ser sujeto de discriminación ante el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación. Bermúdez (2016) señala que el caso de Floriberto es ilustrativo del limitado alcance que los programas de AA —como el Programa de Apoyo Académico a Estudiantes Indígenas de la UNICACH— tienen para proporcionarle al estudiantado indígena posibilidades reales de permanencia y egreso de los programas académicos de su elección, así como para erradicar expresiones de racismo y discriminación dentro de los espacios académicos.

Al respecto, los hallazgos de investigaciones cualitativas desarrolladas por Barrón (2008) con estudiantes beneficiarios del PAEIIES son concordantes con experiencias subjetivas de vergüenza asociadas con el racismo. Barrón (2008) revela que algunos estudiantes utilizaron adjetivos como “fracturado” o “fragmentado” para referirse a su identidad cultural. De manera similar, en su análisis de la implementación del Programa de Apoyo Académico a Estudiantes Indígenas de la Universidad de Guadalajara, Fregoso menciona que “a pesar de que los estudiantes indígenas se esfuercen por mimetizarse —hablando español o integrándose a las dinámicas de las ciudades—, no logran protegerse de la discriminación, puesto que son excluidos por el ‘hecho de buscar blanquearse’” (2014, p. 202).

Las investigaciones que profundizan en experiencias del estudiantado beneficiario del PAEIIES concuerdan en señalar que, a pesar de que las acciones afirmativas favorecen el ingreso de estudiantes indígenas a la educación superior, es necesario articular estrategias integrales de atención para lograr su permanencia. Aunado a esto, la interculturalidad debe permear la cultura institucional y favorecer su participación en distintos espacios (Barrón, 2008; Quijada, 2021).

Es relevante señalar que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) cuenta con un programa de AA: el Programa Universitario de México Nación Intercultural, creado en 2005, que luego cambió su nombre a Programa Universitario de Estudios de la Diversidad Cultural y la Interculturalidad (PUIC-UNAM), cuyo objetivo es favorecer el desarrollo de espacios de integración de la comunidad indígena a la universidad (Navia et al., 2020). El PUIC-UNAM cuenta con el Sistema de Becas para Estudiantes Indígenas que, en 2014, había beneficiado a un total de 550 estudiantes, cifra nada despreciable tomando en cuenta que en ese año la matrícula de las UI fue de 12,362 (Lloyd, 2019).

En adición al PUIC-UNAM, la Universidad Autónoma de Nayarit cuenta con un Departamento de Interculturalidad, que es parte de la Federación de Estudiantes de la Universidad Autónoma de Nayarit, desde donde se han impulsado esfuerzos importantes para incrementar la matrícula de la población indígena de la universidad (García et al., 2021).

Como podemos advertir, una parte importante de las políticas y programas de AA en México establecen criterios de discriminación positiva con base en la etnia, a partir de los cuales se desprenden discusiones valiosas respecto al estado actual de la inclusión de estudiantes indígenas en el sistema de educación superior. Cabe resaltar que los resultados de investigaciones desarrolladas en el contexto mexicano con personas beneficiarias de programas de acción afirmativa en educación superior son similares a los llevados a cabo en otros contextos. En ese sentido, a partir de un ejercicio de comparación, podemos delinear criterios que permiten desmontar la noción de las políticas y los programas de acción afirmativa como “sistemas no problemáticos” (Cicalo, 2008).

Retos, rupturas y el miedo al fracaso

De acuerdo con Cooley (1992), los individuos tendemos a monitorear nuestras acciones con base en tres elementos: nuestra apariencia —real o imaginaria— frente a otra persona, el juicio —real o imaginario— de esa otra persona sobre nuestra apariencia, y la sensación de orgullo o angustia frente a lo imaginado o experimentado. Lo que mueve a un individuo entre el orgullo y la vergüenza no es una reflexión mecánica, sino un sentimiento imputado: el efecto de nuestra apariencia en la mente del otro (Cooley, 1992). Así, “imaginamos constantemente, y en la imaginación compartimos los juicios de otra mente” (Scheff, 2000, p. 88). Este proceso vincula a la subjetividad con la intersubjetividad, e integra las dimensiones macro- y micro- de las estructuras sociales.

Los movimientos en la autopercepción son relevantes y se integran a una constelación de reglas y normas institucionales que le demandan al sujeto respuestas sobre quién es y por qué está donde está. El análisis de la relación dialéctica entre los sujetos y las estructuras institucionales es de crucial importancia para comprender e interpretar las vivencias de los estudiantes que obtuvieron un espacio en las universidades por tener “algo distintivo y valioso” que se distingue del mérito (Gallardo y Moretti, 2021). No hay que perder de vista que, en el fondo, las AA modifican las percepciones acerca de quiénes pueden ingresar y permanecer dentro de los sistemas de educación superior (Leyton, 2014, en Gallardo y Moretti, 2021).

Tomando en cuenta que, en ocasiones, los estudios efectuados desde una perspectiva estructuralista o cuantitativa anulan la agencialidad de los sujetos —uniformándolos con base en ciertos marcadores identitarios—, vale la pena invertir la lógica para reflexionar sobre las políticas, programas, normas e instituciones desde la experiencia de los sujetos (Martuccelli, 2013) para caracterizar adecuadamente sus procesos de integración y permanencia en la universidad. El análisis de la dimensión política o institucional de las AA —como mecanismos que promueven la diversidad— nos dice poco sobre el estudiantado beneficiario (Cicalo, 2008). Tampoco nos ayuda a responder las siguientes preguntas planteadas por Jara-Labarthé:

¿Una medida de discriminación positiva, como la asistencia financiera, proporciona realmente condiciones razonables para que [los estudiantes] cumplan con sus compromisos de estudio? ¿Una política que apoye las disposiciones del ingreso especial también brinda suficiente apoyo para que los estudiantes de preparación académica insuficiente permanezcan en programas de ingreso especial? ¿Las medidas de acción afirmativa funcionan de manera prevista? (2018, p. 332).

Para continuar con la presentación de las discusiones referentes a la dimensión microsocial de las AA, a continuación describimos los principales hallazgos de estudios que indagan sobre la experiencia de estudiantes beneficiarios, con atención particular en programas de base étnica.

En primer lugar, cabe destacar que diversas investigaciones que se adentran en las experiencias de los “nuevos públicos universitarios”, al igual que las que se concentran en las de los estudiantes beneficiarios de AA, reconocen que las personas beneficiarias se someten a una ruptura dolorosa que modifica sus roles sociales, la comprensión que tienen de sí mismos, sus afinidades y la caracterización de sus lugares de origen. Baxter y Briton (2001) denominan a este proceso dislocamiento de habitus, es decir, la experiencia de quiebre entre un habitus precedente y uno en desarrollo.

Este proceso de transformación dista de ser inocuo; en general, tiende a estar cargado de culpabilidad, contradicciones y juicios peyorativos. Paralelamente a este proceso, se configura una separación entre “ellos” y “nosotros”, que se recrudece en el caso de estudiantes beneficiarios de programas de AA por pertenecer a un “otro tipificado” (Gallardo y Moretti, 2021). Esta caracterización específica les demanda a los sujetos justificar de manera constante su ingreso y permanencia en la universidad.

Al tomar en consideración que uno de los objetivos primordiales de las políticas y los programas de AA es la erradicación de la discriminación y marginación por clase social, etnicidad, raza o género, la atención a las diferencias identitarias supone una tensión para los sujetos. Por un lado, los estudiantes beneficiarios ingresan a la universidad precisamente por aquello que les “hace diferentes”, pero, por el otro, la ideología dominante de las instituciones de educación superior les demanda una transformación subjetiva para hacerle frente a sus “vulnerabilidades” y, así, lograr la permanencia y el egreso (Gallardo y Moretti, 2021).

Como resultado de lo señalado, las personas beneficiarias de políticas y programas de AA parten de una posición desigual respecto al resto del estudiantado, razón por la que enfrentan una serie obstáculos para permanecer y egresar de la educación terciaria. Los retos que afronta el estudiantado para permanecer en la universidad han sido analizados desde diversas perspectivas, con base en las cuales se establecen valoraciones sobre la política o el programa de AA en cuestión.

Los estudios que toman en consideración factores económicos (Espinosa, 2017) plantean que, a pesar de que las personas beneficiarias reciben algún tipo de ayuda económica, en la mayoría de los casos suele ser insuficiente para cubrir los costos asociados a la vida estudiantil. Por ejemplo, la investigación de Espinosa (2017) con jóvenes de la Amazonia peruana que ingresaron a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos a través del programa de Modalidad de Ingreso de Aborígenes Amazónicos, evidencia que los jóvenes carecían de condiciones apropiadas para cubrir necesidades básicas como alimento y vivienda. A esto se suma la falta de claridad institucional sobre los objetivos institucionales del programa, que recrudece la condición de precariedad del estudiantado beneficiario, que, en su mayoría, optó por desertar.

Más allá de las consideraciones materiales asociadas al abandono, varios estudios apuntan al papel que juega el capital cultural y las competencias académicas de los estudiantes beneficiarios en su permanencia en la universidad (Cicalo, 2012; Gallardo et al., 2013; Lloyd, 2017; Espinosa, 2017; Gallardo y Moretti, 2021). En su proceso de integración, suelen percibir desventajas académicas frente a sus pares (Gallardo et al., 2013), que se constituyen como “marcadores de falta”, situación que experimentan con mayor intensidad en universidades de élite (Gallardo y Moretti, 2021), y a lo largo del primer año (Silva, 2011). Al respecto, Gallardo y Moretti (2021) señalan que los estudiantes prefieren redoblar su dedicación a los estudios y lograr la permanencia con base en el sobreesfuerzo. Además, esto los lleva a desestimar sus logros académicos previos, puesto que se dieron en el marco de instituciones de baja calidad.

La situación descrita se recrudece en escenarios donde no existen medidas correctivas por parte de las universidades. La ausencia de soportes institucionales que les permitan a los estudiantes sobreponerse a las exigencias académicas (León y Olguín, 2004; Cifuentes et al., 2017), a la distancia de su lugar de origen (Gallardo et al., 2013) e incluso a la discriminación y exclusión (Espinosa, 2017; Jara y Masson, 2016; Lloyd, 2017) aminora las posibilidades de egreso de los estudiantes beneficiarios.

Por último, es importante señalar que diversas investigaciones subrayan que existe una brecha importante entre la denominación institucional de marcadores identitarios como la clase social, el género o la etnicidad, y la construcción subjetiva de los sujetos respecto a una identidad preasignada. Al respecto, Schwartzman y Dias da Silva (2012) sostienen que las percepciones identitarias de los sujetos beneficiarios son mucho más complejas de lo que supone el encuadre normativo de las AA.

Esta consideración es relevante, tomando en cuenta que, a lo largo del globo —y en particular en el contexto estadounidense— se ha optado por una modificación de los criterios que sustentan la discriminación positiva que sustituyen la raza o la etnicidad por la clase social. El estudio de Schwartzman y Dias da Silva (2012), que analiza la percepción de los estudiantes beneficiarios del sistema de cuotas de la Universidad Estatal de Río de Janeiro, postula que, al igual que los funcionarios administrativos de la universidad, los estudiantes suelen concebir las políticas de AA como mecanismos que favorecen la redistribución de recursos y oportunidades, y benefician, de manera general, a las personas pobres sin importar su color de piel.

En el contexto estadounidense, la transición del criterio racial —que conformaba la base de las políticas de AA— hacia uno basado en la clase social ha suscitado controversias. Estos cambios plantean una disyuntiva relevante, puesto que la denominación institucional busca mantener criterios de neutralidad para evitar la esencialización de categorías identitarias, corriendo el riesgo de desdibujar la violencia estructural y cultural a la que están sometidos diversos grupos sociales. En relación con lo señalado, Cicalo menciona que “la implementación de AA basadas únicamente en la clase social no es útil para atender desigualdades de otro tipo, aunque se corra el riesgo de esencializar alguna categoría identitaria” (Cicalo, 2013, p. 131). Esto se debe, sobre todo, a que la clase social no es un concepto monolítico, sino que opera de modo interseccional; es decir, es consustancial a marcadores identitarios como el género, la etnicidad, la edad, la raza, el lugar de procedencia, entre otros.

Por esta razón, es necesario desarrollar interpretaciones comprehensivas, desde una base experiencial e interseccional, que permitan evidenciar que no es posible atender todas las causales de discriminación y marginación al privilegiar un solo marcador identitario. Las intersecciones de las dimensiones socialmente construidas de diferencia nos permiten complejizar la relación dialéctica entre la opresión y el privilegio, que ancla la experiencia estudiantil bajo una lente analítica que parte de los márgenes al centro. Esta perspectiva resulta crucial para analizar los retos específicos a los que se enfrenta el estudiantado indígena en el contexto de la universidad y, en particular, en el ámbito mexicano, donde las discusiones en torno a la identidad se encuadran con base en la denominación de interculturalidad.

Fenomenología e interseccionalidad: expresiones dominantes en torno a la experiencia estudiantil

En la literatura existen múltiples referencias al término “interseccionalidad”; sin embargo, las reflexiones en torno a su génesis conceptual suelen pasar inadvertidas. Cuando la interseccionalidad se introduce en diferentes campos disciplinares, usualmente se separa del contexto legal en el que emergió, y corre el riesgo de vaciarse de contenido y perder su utilidad para el análisis crítico de las condiciones materiales y culturales que determinan las condiciones de los grupos sociales (Mason, 2018). Por esta razón, este apartado comienza describiendo la genealogía del concepto.

La palabra interseccionalidad apareció por primera vez a finales de la década de los ochenta y comienzos de los noventa en la obra de Kimberlé Crenshaw (1989, 1993) en el contexto del black feminism. Crenshaw puso en evidencia que la política de la identidad había fallado en reconocer la distinción cualitativa de la experiencia de la opresión intragrupo, y puso en entredicho las concepciones dominantes de la justicia social. La tracción de la legislación antidiscriminatoria, la jurisprudencia y las acciones afirmativas desarrolladas en el contexto de Estados Unidos potenciaron su diseminación. A través de un análisis de casos sobre violencia y violaciones de derechos perpetradas contra mujeres afroamericanas, Crenshaw (1993) puso en evidencia la incapacidad del sistema judicial estadounidense para articular de manera adecuada las dimensiones del racismo y el sexismo. Para la autora y jurista, “la experiencia de las mujeres está moldeada por la intersección compleja de varias identidades, que se manifiestan en la violencia rutinaria y cotidiana de la vida de las personas” (Crenshaw, 1993, p. 1241).

A pesar de que la génesis de la interseccionalidad se ubica en el campo jurídico, las reflexiones de Crenshaw (1989, 1993) trascendieron a diversos campos disciplinares interesados en el estudio de la opresión y las dinámicas relacionales y estructurales del poder. Desde entonces, la interseccionalidad ha tenido una amplia resonancia y diseminación en los estudios feministas (Curiel, 2007; Magliano, 2015), de masculinidades (Hunt y Antin, 2019) y sobre esclavitud y resistencia (Hooks, 2014; Battle, 2016; Collins, 2017), por mencionar algunos.

En el contexto latinoamericano, autoras como Oliva Portolés (2007), María Lugones (2018), Ochy Curiel (2002), María José Magliano (2015), Mara Viveros (2009, 2016) y Lanus (2020) han introducido el enfoque interseccional para subsanar la ausencia de un discurso decolonial construido desde la alteridad. No hay que perder de vista que, en la región, los significados y estereotipos de las categorías sociales de diferencia como la etnicidad y el género están atravesados por la mirada hegemónica del Norte Global. Esto es preocupante, dado que, en comparación con otros contextos, en América Latina, la opresión y la dominación no solo tienen una base material, sino que están enraizadas en la cultura y en el lenguaje; en la construcción de una “doble conciencia”, entendida como “la sensación de mirarse a través de los ojos de los otros, de medir nuestra alma con la cinta métrica de un mundo que mira con entretenida condescendencia y lástima” (Du Bois, 1969, en Young, 2011, p. 76).

Retomando lo anterior, podemos caracterizar al contexto latinoamericano por su invisibilidad interseccional, la cual subraya que las experiencias de las personas situadas en las intersecciones de múltiples ejes de opresión no se supeditan únicamente a aquellas que son reconocidas, sino también las experimentadas dentro del propio grupo. Por esta razón, la construcción epistemológica desde el sur y de los feminismos latinoamericanos rechaza la pretensión universal y homogénea de la experiencia femenina, homosexual, masculina, racial y étnica de occidente.

La introducción de la interseccionalidad en la investigación educativa en América Latina es reciente. Sin embargo, existen múltiples trabajos que han explorado —en diversas escalas de análisis— las causas y los efectos de la violencia, la opresión, la inequidad y la ausencia de inclusión en los sistemas y subsistemas educativos, que permiten problematizar las relaciones entre las dimensiones socialmente construidas de diferencia.

Más allá de forzar su incorporación al estudio de las desigualdades educativas como un discurso doxográfico que, de acuerdo con Viveros, “corre el riesgo de incurrir en un academicismo capitalista y un uso mercantil de la mención obligada a la interseccionalidad” (2016, p. 15), se considera que su valor descansa en la posibilidad de introducir una mirada analítica que nos permita identificar la operación de un sistema integral de poder y opresión, el cual transforma las diferencias identitarias en un motivo para degradar y cuestionar la experiencia de las personas.

Las acepciones ontológicas y epistemológicas de la interseccionalidad distan de ser homogéneas. Por ello, deben ser entendida como un punto nodal para el análisis y no como un sistema cerrado.

Como establece MacKinnon,

la interseccionalidad, desde una perspectiva metodológica, va más allá de la mera adición de categorías identitarias. Adopta una postura crítica que emana de un ángulo de visión específico y encarna un enfoque dinámico y fluido sobre la realidad que busca trazar y atrapar, manteniéndose arraigada en las experiencias de dominación y en los sistemas de opresión de raza, género y clase (2013, p. 1020).

En este sentido, la interseccionalidad rechaza un abordaje analítico que reifique o esencialice las dimensiones o categorías identitarias de diferencia (Misra et al., 2020). Sin la inclusión de la deconstrucción y la consideración de la complejidad en el análisis de las relaciones intersubjetivas de poder y dominación, el enfoque interseccional corre el riesgo de sedimentar los marcadores identitarios, lo que niega su carácter dinámico y fluido.

Es preciso señalar que existen distintas perspectivas teórico-metodológicas en torno a la interseccionalidad, las cuales pueden agruparse bajo la predominancia del enfoque empleado, por ejemplo, el normativo, analítico o fenomenológico. A pesar de que la perspectiva analítica permite problematizar las diferentes escalas en las que se engarzan las opresiones (Collins, 2017), el enfoque fenomenológico penetra en su dimensión empírica a través de la vivencia, lo cual resulta crucial para las indagaciones sobre la experiencia estudiantil. Cabe señalar que Dorlin (2006) plantea que la interseccionalidad es, también, una fenomenología de la dominación, es decir, la manera en la que experimentamos la separación y la vigilancia del yo como parte de un legado histórico de sometimiento.

A pesar de que es difícil identificar una ruta metodológica clara en la literatura para desarrollar análisis interseccionales, el enfoque fenomenológico permite evidenciar que las experiencias tipificadas como “normales” en realidad representan las de un sujeto específico: un sujeto masculino y blanco (Mason, 2018). Este postulado epistemológico está presente desde los inicios de la literatura feminista y es fundamental para problematizar las experiencias de personas indígenas beneficiaras de una política o programa de acción afirmativa, dado que abre la posibilidad de profundizar en la complejidad de los significados y sentidos de las relaciones de poder en los contextos educativos.

El enfoque fenomenológico interseccional subraya que la experiencia del “otro” no ha sido suficientemente desarrollada y narrada —en particular la de las mujeres—, y que las experiencias “normales” no han sido suficientemente retadas, reescritas y reinterpretadas (Mason, 2018). Por lo tanto, es pertinente establecer un debate crítico con la manera en que la expansión y el crecimiento del sistema educativo terciario ha metabolizado el ingreso de estudiantes —a través de programas de acción afirmativa—, que se alejan de la tipificación hegemónica sostenida por la estructura del mérito (Sandel, 2020).

Hechas estas aclaraciones, a continuación describimos, a grandes rasgos, algunas consideraciones que ayudan a explicar la relevancia de la incorporación de la interseccionalidad en el estudio de la experiencia de estudiantes indígenas universitarios.

En primera instancia, es preciso reconocer que el ingreso de mujeres indígenas a la educación superior a través de un programa de acción afirmativa nos demanda superar la ontología binaria de género-etnicidad, así como la simple adición de categorías identitarias, ya que esta aproximación desdibuja las maneras en las que se refuerzan y contradicen mutuamente. La fenomenología feminista e interseccional busca comprender las maneras en las que los sistemas de opresión aparecen y se encarnan en mujeres concretas que los experimentan, y hace hincapié en la dominación sobre el cuerpo y la influencia que esto tiene en sus experiencias.

En este contexto, el objetivo no es perpetuar la acepción universalista y neutral de la tradición fenomenológica, sino más bien historizar y contextualizar la colonización de la conciencia a través de evidencia empírica contingente. En resumen, se propone transformar las experiencias devaluadas en experiencias visibles, en las que el cuerpo, las relaciones y los afectos adoptan múltiples perspectivas.

Es esencial destacar que las experiencias de las estudiantes indígenas en la educación superior, así como los retos que enfrentan a lo largo de su trayectoria, están engarzadas con opresiones específicas. Un ejemplo ilustrativo es el estado de conocimiento desarrollado por Bermúdez (2013) en el contexto mexicano, que hace referencia a distintos estudios que revelan tensiones entre los marcadores identitarios de las mujeres indígenas universitarias, entre los que destacan su orientación sexual, la postergación del matrimonio, entre otros.

Las múltiples formas de discriminación a las que están sujetas las estudiantes indígenas en la educación superior relacionadas con su género, etnia y clase social no solo nos permiten vislumbrar cómo la marginación y la opresión se entrelazan con las estructuras normativas, sociales, económicas y culturales, sino que también posibilitan capturar las sutilezas y texturas de la experiencia de la dominación, “más allá del umbral perceptivo de la esfera pública” (Honneth, 2003, p. 140).

Además de lo señalado, es importante subrayar que la interseccionalidad introduce una dimensión contextual de las opresiones. Esto quiere decir que los marcadores identitarios de diferencia no son relevantes en todos los contextos, ni lo son de la misma forma. En el campo de la educación superior se ha discutido la manera en la que las prácticas anticoloniales y feministas pueden experimentarse como fuerzas opositoras: las mujeres indígenas pueden encontrarse en la posición de tener que elegir entre su identidad étnica o su identidad de género; es decir, las identidades pueden experimentarse de forma antagónica, en especial si únicamente se subraya una de ellas, como lo suelen hacerlo los programas de acción afirmativa.

Por último, no hay que dejar de lado que la experiencia y la memoria son el locus que permite evidenciar la relación dialéctica entre la opresión y el privilegio, que en el campo educativo se opaca bajo el paradigma de la meritocracia. Es importante insistir en que las formas en las que representamos a los estudiantes indígenas en general, y a los estudiantes beneficiarios de políticas de acción afirmativa en particular, no son del todo fieles a sus experiencias concretas en el contexto de la educación superior.

La transición hacia una nueva identidad como estudiantes universitarios representa una transformación importante en la manera en que los sujetos integran al resto de sus dimensiones socialmente construidas de diferencia. Por ello, es necesario desarrollar lecturas críticas y multidimensionales de la experiencia estudiantil, en la que se concatenan elementos materiales y emocionales, que retan la “voz universal” de las categorías identitarias.

Es esencial reconocer que las estructuras de opresión afectan las condiciones externas, pero también influyen en la construcción de subjetividades y determinan disposiciones hacia ciertos afectos e interpretaciones de la experiencia. La creación fenomenológica de sentido nos permite revelar cómo nuestras orientaciones impactan la forma en la que percibimos e interactuamos con el mundo que nos rodea (Ahmed, 2006), aspecto crucial para comprender los desafíos que enfrentan el estudiantado indígena.

Consideraciones finales

Integrar la interseccionalidad al estudio de la experiencia de estudiantes beneficiarios de una política o programa de acción afirmativa nos permite poner en pausa el sentido común para adentrarnos en los elementos que producen una impresión emocional en las personas. Esto resulta relevante dado que el punto de partida que propone el enfoque —partir de los márgenes hacia el centro— nos lleva a comprender los fenómenos desde un ángulo distinto y a prestar atención a los relatos que, erróneamente, han sido tipificados como “excepcionales”.

A pesar de los esfuerzos dedicados al análisis del papel que juegan las dimensiones identitarias de diferencia en la configuración y reproducción de las desigualdades educativas, los estudios que profundizan en las políticas de acción afirmativa tienden a privilegiar un solo marcador identitario. Por esta razón, carecen de un abordaje integral para interpretar lo que significa estar el uno con el otro, elemento que resulta esencial en el análisis de la construcción de espacios educativos equitativos, inclusivos e interculturales.

Un enfoque fenomenológico de la interseccionalidad abre la posibilidad de comprender la manera en la que los sujetos interpretan sus marcadores identitarios, al mismo tiempo que generan nuevas explicaciones sobre sí mismos y el mundo social. En un contexto internacional en el que se ha establecido un andamiaje político y normativo en torno a la discriminación positiva, es relevante seguir cuestionando y problematizando la configuración heterogénea de los sistemas y subsistemas educativos desde la perspectiva de los sujetos.

A pesar de la dificultad de delimitar con claridad dónde comienza un marcador identitario y dónde termina otro, no podemos subestimar el hecho de la que las múltiples identidades de las personas contribuyen no solo a su autopercepción, sino también a la manera en que son categorizadas por las instituciones de educación superior. Por esta razón, es necesario mantener una constante vigilancia epistémica en contextos donde el acento puesto en una sola categoría identitaria puede implicar una contradicción o tensión con otra.

También es importante llevar a cabo estudios comparados que posibiliten la identificación y discriminación de elementos específicos y transversales en las experiencias de personas beneficiarias de AA para generar propuestas pertinentes con criterios locales. En este sentido, la interseccionalidad se revela como una herramienta valiosa para explicar las razones por las cuales el estudiantado puede enfrentarse a diversos tipos de discriminación y exclusión en los espacios educativos, así como para comprender las formas en las que las instituciones responden a sus necesidades particulares.

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