Reseña
V. R. Potter: una ética para la vida en

la sociedad tecnocientífica

Anna Quintanas

Currículum: doctora en Filosofía por la Universidad de Girona. Actualmente labora en el Departamento de Filología y Filosofía de la Universidad de Girona (España)

Libro: Bioethics: Bridge to the Future, de Van Rensselaer Potter. Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall Pub., 1971. isbn: 0130765139

La bioética es clave para trabajar por un cambio de paradigma que transforme las bases de la cultura y la educación predominantes en el mundo global en el que vivimos. Desafortunadamente, a lo largo de su evolución, la bioética se ha convertido en una especialidad biomédica que restringe su contenido a la resolución de los dilemas éticos que surgen respecto a la asistencia y la investigación médicas, como así lo prueban los temas que suelen tratarse en las principales revistas de la especialización (desde el aborto, la eutanasia y los debates sobre los principios de beneficencia, no maleficencia, autonomía del paciente y justicia, hasta las consecuencias de la ingeniería genética). Sin duda, el campo de la medicina, las ciencias de la salud y sus ramificaciones son ámbitos esenciales que deben incluirse dentro de la reflexión bioética, pero hay que recordar que en su origen la bioética se había propuesto un campo de acción mucho más amplio.

Van Rensselaer Potter (1911-2001), a finales de 1970, utilizó por primera vez el término “bioética” en su artículo “Bioethics: the science of survival”, aunque la divulgación de este neologismo no llegó sino hasta 1971, cuando vio la luz su célebre libro Bioethics: Bridge to the Future.1 En contraste con el carácter reduccionista que ha marcado la deriva posterior de la bioética, la idea original de Potter fue crear una nueva disciplina que permitiera reunir el ámbito de los hechos y el de los valores, el dominio de las ciencias y el de las humanidades, a fin de buscar salidas, o al menos mapas de ruta, que pudieran servir de guía en el complejo laberinto formado por la sociedad contemporánea, producto de la fusión entre la revolución científica y la industrial.

Como doctor en Bioquímica y oncólogo, Potter tuvo plena conciencia de la ambivalencia que define la sociedad industrializada y tecnocientífica, la cual se caracteriza por la contradicción esencial de poseer la capacidad de crear grandes recursos de todo tipo, mientras, paradójicamente, tanto el mundo humano como el medio ambiente siguen padeciendo dramáticos problemas de injusticia social, explotación económica y deterioro progresivo, e incluso irreversible, de la naturaleza. Tal como la describió Potter en los años setenta, la bioética debía ser una disciplina que partiera y se erigiera sobre lo que él definió como “la crisis de hoy”, una crisis generalizada, de claro carácter global, que afecta tanto al individuo como a la sociedad y al medio ambiente.

En el primer capítulo de su Bioética, Potter afirma que esta nueva disciplina debería partir de la tesis de que “la humanidad necesita urgentemente una nueva sabiduría que le proporcione el conocimiento de cómo usar el conocimiento para la supervivencia del hombre y la mejora de la calidad de vida”. Compartiendo la tesis de Aldo Leopold,2 según la cual la especie humana puede sobrevivir sólo si el ecosistema que la integra es capaz de reponerse y sobrepasar la violencia ejercida por el ser humano a lo largo de la explotación económica de la naturaleza, Potter definió la bioética como “ciencia de la supervivencia”.

Para Potter, la “crisis de hoy” exige con premura que la finalidad principal de la educación sea la comprensión de la naturaleza humana en su conjunto, y de sus relaciones con el mundo circundante, a fin de crear una sabiduría que enseñe cómo usar el gran conocimiento que ha ido adquiriendo el ser humano para que sea posible construir “un puente hacia el futuro”. Es decir, el objetivo de la bioética debería ser trabajar a favor de la supervivencia del hombre y el medio ambiente del que depende.

Potter entendió la bioética no como un simple saber teórico, sino como fuente y amalgama de un tipo de sabiduría que, como tal, nos proporcionase pautas generales que indicaran cómo hacer un uso racional de la gran cantidad de conocimiento acumulado por las diversas especialidades del saber. La bioética, según él, debía tener el papel de brújula que guiara las políticas públicas para conseguir el “bien social”. Tenía muy claro que la bioética, como ciencia de la supervivencia, debía ser algo más que una simple ciencia y, por ello, quiso llamarla bio-ética, para destacar los dos pilares básicos sobre los que debía fundamentarse: el conocimiento científico, capitaneado por la biología, y los elementos esenciales de las ciencias sociales y las humanidades; también dio un peso importante a la filosofía como “amor a la sabiduría”.

Rompiendo con la influyente tradición de signo positivista, Potter consideró primordial que el conocimiento de los hechos y el ámbito de los valores pudieran encontrar en la bioética un terreno abonado donde fructificaran puntos de confluencia que permitieran elaborar una visión global de los graves desafíos del hombre contemporáneo, que podrían resumirse en la gran paradoja que representa el que, pudiéndolo casi todo, no sea capaz de proporcionar las condiciones mínimas para garantizar la supervivencia de la vida en el planeta y para que los seres humanos puedan llevar una vida digna.

De acuerdo con Potter, hacen falta biólogos, botánicos, zoólogos, y científicos en general, comprometidos con la “crisis de hoy”, y quienes, además de respetar la “frágil red de la vida”, sean capaces de abrirse al conocimiento de la naturaleza humana y la sociedad en general. Potter creyó en la posibilidad de que la bioética pudiera aportar un nuevo tipo de erudito, e incluso un nuevo tipo de hombre de Estado, pues asumía que “el puente hacia el futuro” sólo se podía construir partiendo del mundo de la educación y la cultura, pero en conjunción con el ámbito de la política, puesto que es en el terreno público donde se toman las grandes decisiones que afectan el destino de la humanidad y su hábitat.

Uno de los principales desajustes de la cultura y la educación actuales es que la gran cantidad de información que proporcionan, no tiene como meta principal contribuir a la construcción de una sociedad más digna, justa, habitable y respetuosa del medio ambiente. Aun con todos los esfuerzos que se siguen haciendo en esta dirección, las políticas públicas y la tendencia política internacional han dejado en segundo término esta finalidad y su compromiso ético-político, para pasar a primar el aspecto económico y productivo. Los centros de enseñanza se diseñan para preparar a los individuos como futuros trabajadores que se adapten lo mejor posible al complejo y cambiante mundo laboral. Esta tendencia ha conducido a que los mismos centros educativos sean evaluados con base en criterios cuantitativos y economicistas, de tal modo que acaban pareciéndose a empresas a las que se les puede exigir un rendimiento económico.

No debe extrañar que el legado de Potter de una bioética entendida como una ética para la vida, de carácter interdisciplinar y rubricada por un claro y consciente compromiso ético-político, con la meta fijada en la reconducción del destino global de los seres humanos y de la naturaleza de la que forman parte, haya sido reducido, sobre todo en la versión norteamericana, a una ética clínica basada en una serie de principios —beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia— cuyo propósito principal es solucionar los dilemas que surgen en la práctica cotidiana de la asistencia y la investigación médicas; con ello se ha desposeído a la bioética del carácter global con que la había definido Potter.

Si la bioética es reducida a ética clínica, y a una serie de medidas puntuales y aisladas que toman la forma de reglamentos y leyes, a pesar de tener su importancia innegable por aportar un debate en torno al saber y la práctica biomédica, y mejorar algunos aspectos concretos de las políticas públicas, no se cuestiona el sistema social, cultural, político y económico, que es el que marca la deriva del mundo global.

Potter fue plenamente consciente de este desvío del contenido de la bioética, de la primacía que había adquirido en su seno la bioética médica, mientras quedaban en una posición subalterna los principios generales de su ecologismo, y sobre todo el compromiso ético-político que él había asociado a la bioética.

Sin duda, Potter tuvo una gran profundidad de visión al darse cuenta de que los problemas éticos concretos que surgen en la práctica cotidiana de un centro médico —con su impresionante instrumental técnico que, mientras aporta grandes aspectos positivos, también crea a la par graves interrogantes en múltiples direcciones: sobre el principio y el final de la vida, la investigación con seres humanos, los derechos de los pacientes o sobre cómo utilizar unos recursos limitados—, no son más que el reflejo de una sociedad industrializada y tecnocientífica que está desorientada ante el gran poder que ha adquirido de manipulación de la naturaleza y del mismo ser humano.

Es verdad que el hombre siempre se ha definido por tener cierto poder sobre la vida. El ser humano ha llegado a ser lo que es lidiando constantemente con las resistencias de lo dado y modificando su entorno. Ahora bien, lo específico de la racionalidad biotecnológica que marca nuestro presente —como forma particular de poder sobre la vida— es que bajo su prisma la totalidad de lo existente, incluido el mismo hombre, es percibido como moldeable. El hombre siempre ha tenido cierto poder sobre la vida, gracias a su capacidad de transgredir, modificar o manipular su mundo, pero el hombre contemporáneo, dominado por la racionalidad biotecnológica, ha llevado hasta el extremo dicha capacidad y alcanzado una “forma paroxística del poder sobre la vida”.

Si Potter le dio a la bioética un carácter global, con un claro compromiso ético-político, es porque sabía hasta dónde habíamos sido capaces de seguir la máxima baconiana de “saber es poder”; no obstante, a diferencia de Bacon (1561-1626), quien desde el entusiasmo generado en los albores de la revolución científica fue capaz de imaginar que, a través de una especie de fusión entre ciencia y fe, el hombre moderno lograría incluso recuperar el paraíso perdido, Potter, en la segunda mitad del siglo xx, compartió la gran clarividencia que tuvo Einstein al declarar que vivimos en una época de grandes descubrimientos, pero de finalidades confusas.

El pensamiento de científicos como Einstein o Potter está marcado por haber conocido ya, a diferencia de Bacon, los “monstruos de la razón”, por tener que asumir que la misma ciencia aplicada, capaz de salvar vidas, puede ser utilizada también para eliminar 50 millones de personas en la segunda guerra mundial, por saber que la energía atómica, o las consecuencias de la explotación de la naturaleza, han situado al hombre, por primera vez en la historia, ante el hecho de tener que pensar que su supervivencia y la vida en el planeta no está garantizada.

Potter mismo explicó el gran impacto que le supuso leer en el libro La mente emergente del hombre, de Norman Berrill, la afirmación, tantas veces repetida posteriormente, de que los seres humanos, respecto a la naturaleza, somos como un cáncer cuyas células extrañas se multiplican sin restricción.-1 No obstante, el momento decisivo que marcó el despertar de la conciencia crítica de muchos científicos respecto al contenido de su profesión, y significó el final del optimismo ingenuo respecto a la ciencia, fue, según Potter, la publicación, en 1962, del libro de Rachel Carson, Primavera silenciosa,-1 en el que se dejó al descubierto que los plaguicidas y herbicidas, presentados como la solución para los problemas alimentarios de la humanidad, podían representar también un grave peligro para la salud.

Esta convivencia con un sentimiento extremo de riesgo y precariedad, que es uno de los rasgos definitorios del hombre arrastrado por el proceso de progreso que se engendró en las sociedades modernas de tipo occidental, ese sentirse basculando sobre el vacío, ante la amenaza constante de nuevos peligros e incluso la posibilidad de una caída definitiva, ha sido descrita por autores tan dispares como Ulrich Beck, en La sociedad del riesgo (1986), y P. Sloterdijk, en Eurotaoísmo (1989).

Potter manifestó que la mayor motivación que encendió su interés por elaborar una bioética que sirviera para resituar las consecuencias de la evolución del progreso humano hacia la meta de procurar el bien social, la encontró en las ideas formuladas por la antropóloga Margaret Mead, en Toward more vivid utopias, publicadas en Science en 1957, y en particular su propuesta de que las universidades, comprometidas con la necesidad de construir una sociedad más justa y de base humanista, debían fundar “cátedras sobre el futuro”.

Tanta importancia concedió Potter a esta iniciativa, que creó un comité interdisciplinario sobre el futuro de la sociedad en la Universidad de Wisconsin. Su intención era que los centros educativos no sólo transmitieran conocimientos a sus jóvenes estudiantes, sino también juicios de valor que estimularan el cultivo de una sólida responsabilidad en relación con el destino global de la humanidad y el medio ambiente. Ello hace evidente que Potter pretendía que la bioética incluyera una reflexión crítica sobre la sociedad y el primado científico que la determina.

El “puente hacia el futuro” que debía erigir la bioética global que él preconizó, requeriría —contra la tendencia reduccionista, especializante y economicista que caracteriza nuestra educación— el desarrollo de un sistema ético, de base científico-humanista, y la fusión de la ética médica y la medio-ambiental a una escala mundial. La bioética global debía favorecer, por tanto, la elaboración de una nueva cultura de la supervivencia, cuyo objetivo primario fuera el bien social.

Potter sentenció que formaba parte de su credo bioético personal la aceptación del carácter inevitable de ciertos sufrimientos humanos que resultan forzosamente del desorden natural en los seres vivos y el mundo físico, pero que de ninguna manera podía aceptar con pasividad el sufrimiento que proviene del comportamiento inhumano del hombre hacia el hombre. Potter murió en 2001, y en sus últimas conferencias siguió dictaminando que el tercer milenio sólo podía llegar a ser o la era de la bioética global, o la de la anarquía. El sistema educativo y el mundo de la cultura, por un lado, y el sistema económico, por el otro, son los dos pilares clave que determinarán la dirección que tomará la sociedad del futuro, tal como lo reconoció Potter, al citar una de las tesis principales de Aldo Leopold en su última obra Bioética global: “Quizás el obstáculo más serio que impide la evolución de una ética de la tierra es el hecho de que nuestro sistema educativo y económico, más que conducirnos hacia una profunda conciencia de la Tierra, nos aleja de ella”.-1


1 Cfr. V. R. Potter, “Bioethics: the science of survival”, en Perspectives in Biology and Medicine, Nueva York, 1970 y Bioethics. Bridge to the Future, Englewood Cliffs, nj, Prentice-Hall Pub., 1971.

2 El ingeniero forestal y naturalista Aldo Leopold (1887-1948), profesor de la Universidad de Wisconsin, fue considerado por Potter un referente y una influencia principal de todo su pensamiento.

-1 N. J. Berrill, Man’s Emerging Mind, Nueva York, Dodd, Mead and Co., 1955.

-1 R. Carson, Silent Spring, Boston, Houghton Mifflin Company, 1962.

-1 V. R. Potter, Global Bioethics. Building on the Leopold Legacy, East Lansing, Michigan, Michigan State University Press, 1988, p. 13.