Valores de la educación, axiología constitucional y formación ciudadana. Dimensiones culturales para su estudio y comprensión histórica

José Bonifacio Barba Casillas

jbbarba@correo.uaa.mx

Currículo: doctor en Educación. Profesor-investigador del Departamento de Educación de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su línea de investigación es la formación de valores y el desarrollo moral.

Recibido: 24 de agosto de 2015. Aceptado para su publicación: 22 de marzo de 2016.

Recuperado de: https://sinectica.iteso.mx/index.php/SINECTICA/article/view/615

Resumen

Desde los años setenta, diversos actores de la sociedad mexicana han manifestado la demanda de que la formación de valores en la escuela sea atendida como una cuestión relevante para la ciudadanía y el desarrollo de la democracia. Dado que México tiene un proyecto constitucional fundado en los derechos humanos y la educación está referida a ellos de manera esencial, es importante comprender la formación en valores desde la perspectiva de la axiología constitucional; ésta, por sus principios dogmáticos y orgánicos, establece una base clara para promover el desarrollo moral de los ciudadanos. Además del marco constitucional, una apreciación integral de los valores jurídicos exige tomar en cuenta el conjunto de las dimensiones de la cultura como un factor que ayuda a entender sus orígenes, fundamentos e interacciones con diversos elementos del sistema social. El texto ofrece un planteamiento de esta visión como medio para entender de modo integral el campo de los valores y las exigencias de renovación de la institución escolar en la presente circunstancia social, así como el trabajo del conocimiento de los valores jurídicos de la educación y la formación moral de los ciudadanos.

Palabras clave: Formación en valores, constitucionalismo mexicano, axiología constitucional, dimensiones de la cultura, formación ciudadana

Abstract

Since the 70ies, diverse actors within the Mexican society have expressed that the education on values in schools should be attended effectively, as a relevant aspect for the development of citizenship and democracy. Due to the Human Rights foundation of the Mexican constitution and the essential relation of Mexican education to those principles, the comprehension of the education on values according to the constitutional axiology is a very important issue. The principles and values of the Constitution establish a clear basis for citizens’ moral development. In addition to the constitutional framework, a comprehensive knowledge of the legal values demands awareness of the different dimensions of the culture as a fundamental factor to understand their origins, foundations and interactions with a variety of components of the social system. The paper offers a kind of vision as a means to reach a comprehensive understanding of the value area and the need of school innovation according to the current social circumstances. The paper also emphasizes the necessity of a complete knowledge of the legal values of education as a basis of citizens’ moral education.

Keywords: School formative function, legal values, constitutional axiology, dimensions of culture, citizen education.

Los pueblos se resienten siempre de su origen.

Las circunstancias que acompañaron a su nacimiento

y sirvieron a su desarrollo

influyen sobre todo el resto de su vida.

Alexis de Tocqueville, 1835

El pasado no concluye en un siglo,

va concluyendo al través de toda la historia.

Justo Sierra, 1900-1902

Introducción

Las vicisitudes de la vida democrática en México, con la necesidad moral implícita de garantizar todos los derechos, han dado urgencia a la formación de valores en la escuela. Por ser institución pública, requiere la comprensión de sus valores jurídicos, de la axiología constitucional que fundamenta sus fines formativos institucionales. Su tarea social es promover el desarrollo moral de los alumnos, núcleo del derecho a la educación y del criterio de democracia establecido en el artículo 3° constitucional, cuyo sustento antropológico y normativo reside en los principios y valores que configuran la axiología del constitucionalismo moderno de derechos asumido por México (Soberanes, 2012). La relación educación-democracia tiene expresión jurídica desde la reforma del artículo 3° constitucional en 1946.

Esta cuestión, siendo importante hoy, no es nueva; está presente en la formación de México; por ello, es imperativo comprender los valores jurídicos de la educación en el desarrollo del constitucionalismo mexicano, que en esencia es el reconocimiento progresivo de los derechos humanos (DH) (Fix-Zamudio, 2010a) y tiene una de sus manifestaciones sociales primordiales en el derecho a la educación. Esto significa atender a dos atributos sociopolíticos de la educación: primero, su naturaleza normativa por ser parte del orden jurídico y, segundo, ser una acción política cuyo sentido es la formación ciudadana, que encierra el proyecto de transformación de las relaciones sociales con triple expresión: la acción de los sujetos orientada a valores por el reconocimiento del otro y sus derechos; la interacción entre individuos iguales ante la ley; y el efecto transformador de la ley al realizarse en la práctica política como gobierno democrático de derechos.

En la formación de México como nuevo Estado, caracterizada por los conflictos ideológicos, sociales y políticos y una actitud contradictoria ante la norma constitucional y su vivencia, existe también una constante esencial por el sustrato ético de los derechos fundamentales que creó la visión de una moral pública y de una educación social, cognitiva y política que dio identidad al proyecto de desarrollo moral de los ciudadanos de modo progresivo. El problema social y político fundamental del país y, derivado de ello, de la eficacia de su educación es la negación práctica –en la acción gubernamental, en las relaciones sociales– de la dignidad de las personas como principio fundamental del sistema normativo, de la convivencia política y la igualdad ante la ley. De esa negación, surge un efecto adverso al núcleo del trabajo escolar que, como formación política, implica el desarrollo moral fundado en el reconocimiento y respeto de los DH.

El establecimiento inicial de las instituciones educativas mexicanas fue un trabajo de propósitos continuos, pero interrumpido por los conflictos de la institucionalización de la vida pública desde 1821 hasta 1867. Fue en la República Restaurada y, de manera más estable, en el porfiriato, al formar éste el primer sistema político (Medina, 2007), cuando la educación empieza a adquirir –más en los proyectos que en la práctica, durante la primera fase de 1876-1890– perspectivas nacionales en un escenario diverso de avances en los estados (Bazant, 1993; Sierra, 1984a; Vázquez, 1975). La revolución mexicana dio nuevo impulso a los DH y a la educación, pero el autoritarismo del sistema político limitó la vivencia de los derechos y originó los movimientos sociales que impulsaron la transición a la democracia.

Ante la demanda de educación ciudadana actual, es muy importante estudiar los valores jurídicos de la educación concebidos como planteamiento de una perspectiva de desarrollo moral, partir de un hecho esencial: la educación, como forma de la acción social y asunto de interés público, no está limitada en sus funciones sociales sólo a causa de sus propios componentes –sus recursos, procesos y resultados–, sino por las contradicciones en los niveles macro, meso o micro del sistema político, así como por la naturaleza, los propósitos y la organización global y nacional de la economía capitalista. En otras palabras, varias dimensiones de la cultura están presentes.

El logro de los fines de las instituciones educativas en la formación de los sujetos como miembros de la comunidad política instituida republicana, representativa, laica y federal ha dependido en la historia del país de la constitucionalización formal y vivencial de las relaciones entre individuos, grupos y clases en la sociedad mexicana y, por ello, del desarrollo de la democracia (González, 1976). Ha dependido de la naturaleza y los rasgos de la política, situada entre el poder oligárquico y el trabajo de muchos actores democráticos para impulsar y fortalecer la participación política y la garantía de los derechos.

El análisis científico y la valoración de la educación mexicana, un amplio trabajo que fue organizándose paulatinamente en torno a la noción de calidad en la segunda mitad del siglo XX (Coombs, 1978; Poder Ejecutivo Federal, 1980; Secretaría de Educación Pública, 1979; Ulloa, 1989), aglutinó un conjunto de cuestiones críticas de esta acción social desde los años 1970, con una línea de continuidad en políticas y en innovación que le dieron precisión y claridad en sus dimensiones. Dos aspectos importantes de ese proceso son: la formación de valores como tarea no atendida con suficiencia por la escuela y la formación para la democracia, ambos relacionados de manera esencial con la forma y vida constitucional de México. Las exigencias sociales en torno a estas cuestiones fueron modificando también la visión de la formación y el papel de los docentes (Arnaut, 2013; De Ibarrola, 1998).

La formación en valores y para la democracia no apareció integrada desde sus inicios (Congreso Nacional de Investigación Educativa, 1981). Años después, algunas expresiones de las primeras propuestas de cambio educacional vincularon los dos aspectos en la teoría y la práctica (Barba, 1998; Latapí, 1999, 2003; Yurén, 1995), pero no se estructuró un enfoque teórico de la formación para la democracia que, estando organizado en torno a la categoría ética de valor, llegara a ser paradigmático. En cuanto a la democracia, dado que el sistema político se asumía como democrático, aparecía más como una demanda de la izquierda y la defensa de los DH. La ola democratizadora (Huntington, 1994), la influencia de la filosofía de la democracia (Touraine, 2000) y la transición política mexicana (Meyer, 2003b; Reyna, 2009), con el hito del triunfo de Vicente Fox (2000-2006), entre otros hechos, contribuyeron a difundir y sostener la necesidad de formar en los valores de la democracia (Barba, 2004).

En la evolución de esas cuestiones influía también que la investigación sobre los valores estaba poco atendida en las ciencias sociales y en la investigación educativa. Incluso, el enfoque de la educación en DH no se organizó conceptualmente en todas sus expresiones como formación en valores y se difundió más bien en las formas de educación jurídica, ciudadana, política, o para la democracia. Un ejemplo de orientación de la educación en DH como educación en valores se encuentra en Barba (1997).

Las diversas luchas sociales contra el autoritarismo del sistema político que construyeron el proceso de transición a la democracia y la demanda de políticas educativas que se ocuparan de la formación integral de los sujetos, fueron acercando el problema de la escuela y sus funciones a la cuestión central de lograr hacer vida la Constitución y ahí se ha destacado el derecho a la educación (Latapí, 1992, 2009; Ruiz, 2012). Este desenvolvimiento del pensamiento educativo, junto con el enfoque cognitivo del desarrollo moral elaborado por Lawrence Kohlberg (1992), hacen posible establecer una relación fructífera, en la teoría y en la práctica educativas, entre la formación en valores y la formación para la democracia, que adquiere su soporte en los principios y valores constitucionales.

Acerca de la formación del campo de la investigación sobre la educación y los valores, ver Barba (2004), Maggi, Hirsch, Tapia y Yurén (2003), Wuest (1995), y Yurén, Hirsch y Barba (2013).

Dado que los estadios superiores del desarrollo moral se fundamentan en el reconocimiento y respeto de la dignidad de la persona y sus derechos, es imperativo comprender los principios constitucionales como origen de un proyecto de formación en valores que es comprensible en el marco del desarrollo moral. El análisis de los principios y valores de la norma fundamental conduce a un conocimiento del proceso histórico de formación de una visión moral que se ha juridificado en el constitucionalismo mexicano (Barba, 2014a). El reclamo de los sectores sociales democráticos de México de que la Constitución sea una norma que se viva en plenitud y que se eduque para la democracia, significa reconocer que la educación tiene una naturaleza valoral, que contiene una perspectiva ética específica fundada en los derechos fundamentales de los ciudadanos, y que el horizonte sociopolítico de formar sujetos con autonomía moral surge de los principios constitucionales, los cuales muestran valores sociales de larga construcción histórica. Es una antropología política que ha de vivirse como pedagogía.

En concordancia con las consideraciones precedentes, este trabajo plantea la tesis de que la tarea de la escuela y los valores jurídicos que deben guiarla requieren ser comprendidos en una perspectiva cultural de la formación de México que, al analizar las dimensiones culturales y sus interacciones, hace posible que se interprete el proyecto constitucional mexicano en su desarrollo histórico como la construcción de una base para el desarrollo moral de los ciudadanos y que los límites de la eficacia formativa de la escuela están condicionados por las contradicciones entre las dimensiones de la cultura.

Enfoque cultural de la formación de México

Para comprender la formación de México, no como un suceso definitivo o un proceso del pasado, sino como un acontecer histórico de rupturas y continuidades en el cual se formulan, realizan y actualizan los proyectos de nación en circunstancias cambiantes, es necesario distinguir varias dimensiones que integran la unidad compleja de un proceso de larga duración con múltiples transiciones. Las rupturas y continuidades de este proceso se sitúan en las culturas mesoamericanas (León-Portilla, 2005, Manzanilla y López, 2001), en la sociedad novohispana (Jiménez, 1997; Vázquez, 2002, 1992) y en la nación independiente (Aguayo, 2010; Aguilar, 2011; Bizberg y Meyer, 2003-2009; Cosío, 1955-1972; González, 1977-1984; Medina, 2007; Riva, 1986; Serrano, 2009; Sierra, 1984b; Vázquez, 2002; Villegas, 2008). En esa larga duración, entre otros procesos, está la conquista y la aculturación, la estructuración de la sociedad colonial, la formación del anhelo independentista y las guerras para realizarlo desde 1810 a 1867, la secularización de la cultura, las transformaciones del liberalismo (Costeloe, 1996; Hale, 1991, 1999; López, 1988; Reyes, 1957-1982; Zea, 1963, 1990) y la revolución del siglo XX, además de la transición a la democracia que evoluciona hacia el siglo XXI.

Con el propósito de identificar las dimensiones de ese proceso, tomamos como punto de partida la noción antropológica de cultura:

el conjunto de atributos y elementos que caracterizan a un grupo humano, así como cuanto se debe a su creatividad. En lo que concierne a aquello que lo caracteriza, sobresalen sus formas de actuar y vivir, valores y visión del mundo, creencias y tradiciones. En lo que toca a su capacidad creadora, son clave sus sistemas de organización social, económica y religiosa, sus formas de comunicación, adquisición y transmisión de conocimientos, adaptación al medio ambiente y aprovechamiento de sus recursos. En este sentido, todo lo que hace y crea un grupo humano es, en última instancia, cultura (León-Portilla, 2005, p. 11).

Por ser un “fenómeno complejo y multidimensional”, existen diversas comprensiones de la cultura (Giménez, 2007, p. 216; Frost, 2009; Zalpa, 2001). La asentada arriba es relevante, porque está referida de manera sustantiva a la creación humana y ésta se centra en la vida y la acción, como lo afirma también Frost (2009). En una noción complementaria, Giménez se refiere a la triple distinción de J-C. Passeron: la cultura como modo de vida, como “comportamiento declarativo” o teoría sobre la cultura misma y como “repertorio de obras valorizadas” (patrimonio) (2007, p. 428).

La primera noción es comprendida como “pautas de significados compartidos y relativamente estabilizados; como el universo de significados, informaciones y creencias que dan sentido a nuestras acciones y a las cuales recurrimos para entender el mundo” (Giménez, 2007, p. 215). Al ser interiorizada “se convierte en guía potencial de la acción…” (Giménez, 2007, p. 216) por los modelos de representación y de acción que contiene, pues abarca desde la cultura material “hasta las categorías mentales más abstractas que organizan el lenguaje, el juicio, los gustos y la acción socialmente orientada” (Giménez, 2007, p. 216). Esta función orientadora es muy visible en los sistemas normativos, en especial en el que es representado por una constitución.

La noción simbólica “es el sentido más amplio, primordial y originario de la cultura” (Giménez, 2007, p. 428) y los otros dos son derivados de ella. La noción amplia de cultura como el total de la creación humana está vinculada a la noción de pautas de significados y modo de vida. En éste se ubican los valores, creencias centrales del sistema axiológico de una sociedad y una persona (Rokeach, 1973).

En la perspectiva axiológica, la constitución política juridifica un conjunto de valores sociales. Las formas de actuar y vivir, los valores –representaciones fundamentales de la cultura–, la organización social y económica, entre otros elementos, son relevantes para la creación cultural específica que es el derecho, pues tiene una relación importante con la visión del mundo, en la cual los valores tienen una función primordial como contenidos de un proyecto social ético-jurídico y por ser la justicia un fin intrínseco del derecho (Villoro, citado en De la Torre, 2007). La cultura es proyecto de vida humana, en parte ya alcanzado, como lo muestran sus expresiones, en parte por realizarse, como es visible en el derecho.

La cultura, como creación humana, es la base para identificar las principales dimensiones de la formación de México, como la social, filosófica, jurídica, religiosa, político-gubernamental, económica e internacional. Todas tienen un carácter histórico y diversas relaciones de interdependencia que no pueden ignorarse para entender la estructuración de cada dimensión y su evolución, así como el conjunto de valores que configura las identidades culturales en ciertos momentos históricos y la identidad que se manifiesta y proyecta en la juridicidad y la educación.

La formación de México está constituida por un conjunto de transiciones en las que cada dimensión y sus interacciones con las otras tienen manifestaciones que impulsan el cambio o lo resisten y, en su relación dialéctica, van configurando la historia de la nación y las historias regionales o la de la economía, la política, el derecho. Las dimensiones coexisten y tienen relaciones mutuas que no pueden ignorarse si se pretende tener un buen entendimiento de ellas, porque son facetas de la creatividad humana que se unifican en la entidad unitaria de la cultura o las subculturas. Tienen un paralelismo correlativo en sus procesos, pero su ritmo de cambio o su intensidad procesual presenta diferencias debidas a las circunstancias externas del país, a las internas y la interacción de ambas, pues de todo ello surgen variables que impulsan o limitan las dimensiones.

En diversas transiciones vividas en el país se ha planteado la visión de una cultura nacional que exprese y dé soporte a una identidad, por ejemplo, la República Restaurada, con el apoyo en la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma; con el positivismo y la transformación del liberalismo durante el porfiriato; la revolución mexicana, con mayor especificidad en el proyecto educativo de Vasconcelos (Llinás, 1979; Fell, 1989; Krauze, 1999, Vasconcelos, 1981).

En esta cuestión trascendental de la identidad cultural, unida al proyecto de Estado constitucional de derechos, adquiere relevancia el propósito de mostrar que las normas jurídicas contienen una propuesta de desarrollo moral que es la base para crear una identidad personal y social sustentada en los derechos fundamentales, cuyo reconocimiento y protección es el núcleo del constitucionalismo mexicano. En el presente, como lo fue en sus orígenes constitucionales, la representación de una comunidad política de derechos es fundamental para comprender el proyecto educativo, porque significa el reconocimiento de los derechos, la organización del poder y las relaciones sociales en un nuevo horizonte civilizatorio en el que la justicia es el valor subyacente fundamental que debe realizarse como derecho subjetivo y público, como forma vivida de la cultura, y no sólo declarativa, como patrimonio.

La formación de valores a que hacemos alusión tiene dos vertientes complementarias: la individual, que ha de garantizar la autonomía ciudadana, y la social, que representa la construcción de una identidad compartida en los diversos niveles de la comunidad política, cuyo núcleo sea correspondiente con la ciudadanía de derechos. En este punto, el desarrollo moral que se plantea integra dos sentidos: el de la moderna psicología del desarrollo cognitivo estructuralista, con el avance en el juicio moral hacia el nivel superior del valor justicia como realización de los DH (Kohlberg, 1992; Lind, 2007), y la internalización de los principios y valores que forman el sentimiento constitucional por la socialización política sustentada en los derechos fundamentales. Así, se armonizan la autonomía moral del ciudadano, el sentimiento constitucional (Carbonell, 2009) y la vida social como cultura de derechos.

Las dimensiones de la cultura en la formación de México

Exponemos las dimensiones en un orden que expresa un sentido de sus relaciones. Iniciamos con la dimensión social por ser el asiento originario de la vida y las creaciones culturales, y continuamos con la filosófica y la religiosa y, por el significado de estas dos en la incorporación de Mesoamérica a la cultura europea, por la vida colonial y las relaciones internacionales del México independiente, sigue la internacional. En seguida, la dimensión jurídica y luego la político-gubernamental y la económica, porque son concreciones del proyecto de nación y su disputa.

La dimensión social

Si la sociabilidad es un rasgo de la naturaleza del ser humano, como se plantea desde Aristóteles (Borja, 2003; Gallino, 1995), entonces la solución de las necesidades humanas y la integración de la compleja acción social es matriz de la cultura y esta creación se estructura sobre valores básicos (Schwartz, 2012). En la vida social, los individuos comparten una cultura (Giménez, 2007), de ahí que puede afirmarse que la dimensión social es generadora de las otras dimensiones o el entorno de su formación en la historia social. Por ello, uno de los aspectos fundamentales de la vida cultural es la interacción e influencia entre los individuos, grupos y clases sociales, por un lado, y entre ellos y las estructuras de poder, tanto en su expresión jurídica o formal como en otros modos de institucionalización, por el otro. De ahí resulta una relación intrínseca de lo social con las otras dimensiones en la formación de México y en todas las interacciones se manifiestan representaciones del otro y los vínculos que estructuran la comunidad en sus dimensiones política, económica, jurídica, religiosa; se da, así, una tensión entre la práctica cotidiana y la visión de futuro de la sociedad, las identidades proyectadas.

La vida de los seres humanos, en su interacción con la naturaleza y con ellos mismos, es el escenario de la creación cultural en sus formas primigenias y en la evolución hacia formas más complejas, como la creación de una civilización (Frost, 2009; León-Portilla, 2005). En ese proceso tiene especial relevancia la reflexión ética y la creación jurídica para comprender al ser humano e idear su formación en el proyecto de sociedad, cuestión que deviene en factor constitutivo del Estado moderno de derechos.

En la educación, la sociedad expresa los valores centrales que ordenan el sentido de la convivencia, aunque es una cuestión en la que se plasman diversas visiones e identidades en conflicto en una dinámica de innovación-conservación, de proyecto creativo y resistencia al cambio. Ello se manifiesta en el orden normativo al declarar a la formación como un derecho y exponer los criterios axiológicos para su garantía; es definida como una acción social orientada a fines y valores. La institucionalización de la socialización crea la escuela, una de las acciones más visibles para la formación de los individuos en la sociedad y una de los modos de transmitir e innovar la cultura, cuestión que implica por sí misma un trascendental dilema en las sociedades por la recepción y valoración de la tradición y la exigencia de atender el cambio y diseñar el futuro que cada generación hace, todo lo cual se expresa como problema central de la filosofía de la educación (O’Neill, 1981).

Desde la colonia, México ha sido una sociedad dividida y desigual y su proyecto jurídico ha planteado una sociedad nueva desde la Constitución de Apatzingán, con cuestiones sociales que llegaron hasta la Constitución de 1917 a través del largo camino del constitucionalismo (Campos, 1995; Carpizo, 2013; Cortés, 2003; Esquivel, 2015; Tello, 1993). La dimensión social está en íntima interacción con la dimensión jurídica y la experiencia mexicana es que los principios sobre la dignidad humana, la igualdad de naturaleza y ante la ley no llegan a ser vida y sustento de las relaciones sociales, políticas y económicas, lo que limita los alcances de la realización de la justicia y el derecho a la educación e influyen negativamente en la tarea de la escuela como promotora del desarrollo moral.

La dimensión filosófica

La actividad práctico-reflexiva sobre el ser, la vida humana, la acción social, se ocupa de un componente esencial de la cultura: los valores. Desde la perspectiva de esta dimensión, cada una de las otras dimensiones es objeto de observación y análisis; por ejemplo, la crítica de la conquista y su no justificación o, en la actualidad, la crítica del sistema político autoritario y la legitimación de los valores de la democracia.

La formación de México es inseparable de la filosofía europea, pero la filosofía mexicana se ha constituido en todas las áreas; es muy importante la filosofía política desde la justificación de la independencia hasta la lucha por la democracia en el presente (Beuchot, 1996; De la Cueva, 1980; Pérez, 1992; Rovira, 1997-2001; Villegas, 2008; Villoro, 1967; Woldenberg, 2012a; Zea, 1990).

Para la comprensión del proyecto formativo como desarrollo moral, esta dimensión tiene una relevancia específica por su relación con la dimensión jurídica, en especial la filosofía del derecho, relacionada con la moral y los valores y la justificación de la norma, asunto fundamental para el reconocimiento de los derechos como prerrogativas del hombre.

En otra perspectiva, es esencial la teoría constitucional por cuestiones como la justicia como objeto y fin del derecho, la regulación del poder y las relaciones sociales, cuestiones expresadas en la organización política de la comunidad (Garzón y Laporta, 1996).

En el proceso formativo de México destaca una cuestión: la contraposición de una orientación de la filosofía católica con la moderna y contemporánea, que han dado soporte a la teoría de los derechos fundamentales (Carbonell, 2009). Desde la defensa de la monarquía hasta el cuestionamiento del Estado laico, son varios y fuertes los conflictos que han surgido en la historia de México; si bien no han ocurrido sólo por los motivos filosóficos, como postulados separados de las relaciones sociales, sino también por razones políticas, por los vínculos con las estructuras de poder y los propósitos del control social.

La dimensión religiosa

Ésta tiene relaciones primarias con las dimensiones social, filosófica y jurídica; es inseparable de la estructuración de la sociedad y de su proyecto de formación humana. Las religiones, como las culturas en las que surgen y a cuya identidad contribuyen, evolucionan. El cristianismo que llegó a América con la conquista vivía en Europa grandes tensiones y procesos de cambio generados en el Renacimiento y la Reforma (Lynch, 2012). Su relación con las estructuras sociales, económicas y políticas fue definitoria para su implantación en el Nuevo Mundo y se convirtió en un elemento central de la sociedad colonial. Adquirió una identidad que originaría fuertes conflictos en el nacimiento de México al grado de que la Iglesia católica disputó la soberanía del Estado nacional hasta 1867 y, tras la recuperación de parte de su poder, lo haría ante el nuevo Estado surgido de la revolución mexicana (Chávez, 1998). La dimensión religiosa fue crucial en las tres grandes revoluciones de México y sus procesos de juridificación, por ejemplo, la transición del Estado confesional al Estado laico (Adame, 1981; Ceballos, 1996; Gutiérrez, 1993; Martínez, 2007).

Entre las reformas constitucionales de la transición a la democracia, la referente a la cuestión religiosa, en 1992, es una de las más significativas para las iglesias, los DH, la educación (Latapí, 1992) y la legitimidad del sistema político (Blancarte, 2005).

La dimensión internacional

Para la comprensión de la formación general de México y de su historia constitucional, en particular, el análisis de la construcción del Estado democrático de derechos debe ser atendido considerando el ámbito internacional como un elemento clave, pues México recibió y adaptó varias influencias constitucionales y lo hizo declarando su independencia y afirmando su soberanía en diversas fases de su historia (Galeana, 2010).

La formación de México ocurrió en un entorno internacional que desde el siglo XVI es un campo de luchas por la hegemonía. Mesoamérica y otros territorios fueron incorporados violentamente en una mundialización en la cual el poder del Papado tuvo un papel determinante al otorgar derechos de colonización en el Nuevo Mundo por motivos religiosos, lo que originó la disputa en torno a la justificación de la conquista (De la Torre, 2014). El surgimiento del México independiente estuvo inserto en la dinámica de las relaciones internacionales desde el siglo XVIII y en ese ámbito ocurrieron sucesos que favorecieron la independencia y el proceso de formación del nuevo Estado y otros que la obstaculizaron. Las revoluciones atlánticas son un escenario fundamental para la formación y el nacimiento de México (Elliott, 2006; Guedea, 2001; Vázquez, 2002, 1994).

Esta cuestión tiene dos vertientes interconectadas. Primera, la expansión de Europa y los continuos conflictos entre los antiguos reinos y los modernos Estados nacionales en el inestable entorno del desarrollo del capitalismo. Ambos son importantes factores de los cambios vividos en los territorios de lo que fue la Nueva España y lo que empezó a ser México (Brading, 1993; Elliott, 2006; Semo, 1992-1993). Segunda, el nacimiento de Estados Unidos de América, país con dos rasgos fundamentales: su innovador modelo de república federal –en cuya constitución muchos mexicanos liberales se inspiraron– y su proyecto expansionista e imperial. No existe duda de que esto fue determinante en varios elementos de la formación y el devenir de México hasta el presente (Meyer, 2003a; Vázquez y Meyer, 2001).

El conocimiento y análisis de los valores de la legislación como expresión de un proyecto de desarrollo moral del ciudadano tiene dos ámbitos de observación: el interno, expresado en la Constitución y sus leyes, y el externo, con varios componentes: uno es la tendencia de humanización por el desarrollo del constitucionalismo orientado por los DH, tendencia influyente en México en la reforma constitucional de 2011 (Carbonell y Salazar, 2011; Valencia, 2010); otros son la difusión de la filosofía ilustrada (Villoro, 1967) y la formación de la tradición iberoamericana de los DH (De la Torre, 2014); la economía capitalista o neoliberal que se expande y actúa, en la mayor parte de sus manifestaciones, en contra de las personas, las comunidades y la naturaleza, y presiona para reducir la función constitucional del Estado. Este capitalismo acumula daños por su dinámica ordinaria y por sus crisis cíclicas, y enfrenta críticas y prácticas basadas en la dignidad humana y los derechos económicos sociales (Cantón y Corcuera, 2004).

Hoy, conforme a su propia Constitución y al marco internacional de los DH, México vive la disputa por la nación (Cordera y Tello, 2011) y se mantiene la defensa de un proyecto social independiente en política y economía que es negado por la modernización económica globalizadora, como si fuese inseparable del nacionalismo revolucionario ya caducado. En el proyecto educativo, el artículo 3º de 1946 estableció los fines de la búsqueda de la independencia económica y política del país, cuestiones aún vigentes.

La dimensión jurídica

México no es un país de vida legal consolidada. A lo largo de la vida independiente, varios sectores sociales han actuado con una actitud ambigua ante la ley, que va desde su exaltación y valoración como factor determinante de cambio hasta una posición de rechazo y desconocimiento del orden normativo (Rabasa, 2002; Cosío, 1980). Un factor que explica esa crítica situación es que la norma fundamental es una creación cultural que transforma la sociedad y la constituye en los derechos progresivamente. Es una innovación situada y, a la vez, da origen a un patrimonio axiológico que enfrenta siempre resistencias conservadoras.

Para identificar los valores jurídicos de la educación mexicana por contener el proyecto de formación moral, relevante hoy para la educación política del ciudadano, la dimensión jurídica constituye el objeto principal de interés, pues las otras dimensiones ayudan a comprender la gestación, significados y evolución de la primera al interior del amplio proyecto histórico del Estado mexicano.

Esta función de apoyo es primordial en el conocimiento e interpretación de los principios constitucionales y, en específico, los que prescriben la naturaleza y fines de la educación, aunque su vigencia ocurra en circunstancias de conflicto y resistencia diversos. El hecho clave es que el proyecto educativo está inserto en la juridicidad constitucional y las leyes que aplican sus principios y valores. En consecuencia, muchos elementos constitucionales no ligados de manera directa con la educación, lo están en cuanto que indican cosas valiosas de la organización política que, al afirmarse y vivirse, construye un ambiente para el desarrollo de una identidad moral apoyada en la dignidad y los DH, pues es fundamental el paso de la “declaración” a la vida, de la palabra-valor a la relación del valor (Giménez, 2007; Hall, 2006).

En la perspectiva histórica de la ciudadanía y su formación, el análisis de los valores jurídicos necesita recoger y comprender las fuentes constitucionales de la formación del nuevo Estado mexicano, pues al afirmar que la soberanía reside originariamente en el pueblo, crea la necesidad de la educación para la ciudadanía. Ese momento histórico tiene uno de los principales impulsos culturales y representa una fase del nacimiento de México cuando culmina en la Constitución federal de 1824 (Barba, 2014b). La ciudadanía es una creación jurídico-política asociada a la creación del nuevo Estado (Barba, 2014a).

Desde la perspectiva antropológica de la cultura, se distinguen dos creaciones interrelacionadas: la creación social de la educación como respuesta reflexiva, espiritual y práctica a la necesidad humana de realización o actualización –reflexión que puede observarse en Aristóteles, Maslow y Sen, entre otros, y tiene la forma de la autocreación en la filosofía moderna– y la creación de la educación como institución perteneciente al orden normativo irrenunciable para la comunidad política de derechos.

Esta visión axiológica es muy importante en la transición a la democracia para superar en la praxis la legitimidad revolucionaria que reformuló el sistema autoritario del porfiriato (1876-1911), y pasar a una legitimidad fundada en el reconocimiento y respeto de los DH como origen y legitimidad de la autoridad social del Estado y de los poderes a través de los cuales la nación ejerce la soberanía. Esto exige la participación social.

La delimitación constitucional fue un proceso paulatino: a pocos años de lograda la independencia (1821), la Constitución de 1824 definió a México como república “representativa popular federal” (artículo 4°) y tras esa institucionalización la dimensión político-gubernamental adquirió el sentido de eje evolutivo del constitucionalismo mexicano. La Constitución de 1857 estableció el rasgo de democrática para la república mexicana (artículo 40) y en la reforma del 30 de noviembre de 2012 se definió la característica de laica.

Lo anterior está relacionado con un aspecto del constitucionalismo mexicano consistente en la paulatina definición y ampliación de las atribuciones del Estado desde la Constitución de 1824 hasta la de 1917 y sus reformas, en especial las que se han hecho del artículo 3º, de las cuales la de 1934 representa un cambio cualitativo que no desapareció en la reforma de 1993, esto es, la facultad del Estado de regular todo el servicio educativo.

La dimensión político-gubernamental

La dimensión jurídica conduce naturalmente a la dimensión político-gubernamental, pues por el orden jurídico resulta que la acción por realizar es la de constituir la democracia en la práctica, y eso no es tarea exclusiva de la escuela, sino que es propia de todos los niveles de gobierno y exige cooperación a toda la sociedad. La escuela es una de las instituciones constitucionales y su eficacia requiere cada una de las otras instituciones políticas.

Tiene esta dimensión un lugar muy relevante en la formación de México y en la vida pública por las consecuencias que para la convivencia social tiene el arreglo que la norma fundamental hace del poder público en función de los derechos, y da pleno sentido a la afirmación de que la sociedad es constituida por la norma, por su axiología.

Un aspecto que sobresale en la formación de México es el crecimiento de la actividad gubernamental, que expresa la ampliación progresiva del rol del Estado con fines sociales a partir de la transformación del régimen colonial. Dos áreas vitales son la educación, sobre todo a partir del artículo 3º de 1917 y de la reforma en 1934, y la economía, con las reformas constitucionales promovidas por Miguel de la Madrid (1982-1988). A lo largo de este proceso, el principio y los valores de la democracia y el desarrollo social han estado como símbolos centrales para la vida social y política, con resistencias en su realización.

La democracia como principio, un rasgo constituyente de la república (artículo 40) y sus valores, es un parámetro para la actividad gubernamental y la acción social; como lo expone en su breve definición de la democracia el artículo 3º, cuando se ocupa de uno de los criterios que deben guiar la educación: “Será democrático, considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo” (párrafo II, c). En tal concepción puede identificarse tanto su sentido procedimental (Bobbio, 2001) como el sustantivo (Touraine, 2000, 2001; González, 1976). Sin tal rasgo de la república, la vida social se desequilibra, se niega la política por cerrarse a la participación de los ciudadanos, se perpetúan las desigualdades sociales y económicas y, lo más grave, pierde justificación la existencia misma del Estado al negarse sus fines.

En la medida en que las instituciones públicas y los procesos de la vida democrática se fortalecen –en ello está incluida la escuela y su importante labor–, la dimensión político-gubernamental adquiere su sentido genuino y su validez práctica; ello exige que toda la actividad se ordene por los principios y valores constitucionales.

La dimensión económica

El aprovechamiento de los bienes naturales y su transformación acompaña siempre a la vida humana como una de las dimensiones centrales de la cultura (Abbagnano y Visalberghi, 1975; Schwartz, 2012), con gran influencia en las otras, por ejemplo, el paso de la solución de necesidades al consumismo que descuida la sustentabilidad, o el dominio de la economía por el capitalismo industrial y financiero.

El proyecto constitucional de la nación mexicana tiene un conjunto significativo de valores económicos –desarrollo, bienestar, producción, trabajo– (Valadés, 2006) fundamentales para la acción educativa, tal como lo son otros de naturaleza política –soberanía, división de poderes–, y social –nación pluricultural, protección de la familia.

El predominio actual de la economía capitalista mexicana, inserta en la economía mundial, tiene entre sus antecedentes la economía colonial, la cual transformó la economía mesoamericana y la subordinó a los intereses del naciente imperio español, a su vez vinculado a los procesos de formación del capitalismo en la Europa de los siglos XV y XVI (Wallerstein, 2006). Desde la colonia, la sociedad y su economía han estado signadas por la desigualdad estructural, y el constitucionalismo mexicano tiene esa base como uno de los factores fundamentales de su desarrollo desde la independencia y la Constitución de Apatzingán (1814) hasta la revolución mexicana y la Constitución de 1917 (Carpizo, 2013; Fix-Zamudio, 2010b; García, 2010; Sayeg, 1991).

El nacimiento de México ocurrió en el contexto de la transformación capitalista de finales del siglo XVIII y su influencia en la administración colonial española (Elliot, 2006; Kuntz, 2010, Semo, 2012; Vázquez, 1992). El México independiente se fue incorporando, con problemas internos y dificultades externas, al capitalismo internacional imperialista que vivía fuertes disputas por la hegemonía entre las grandes economías del siglo XIX y no inició su condición soberana con autonomía económica y financiera, sino en condiciones de dependencia.

Hoy, bajo nuevos modelos, persiste la dificultad nacional para lograr la conjunción de vida democrática y economía productiva en la cual se distribuyan los recursos con equidad y se consideren los objetivos del desarrollo nacional planteados en los artículos constitucionales 1°, 2°, 3°, 4°, 25, 26, 27, 123. La economía política ha sido inadecuada; el modelo de economía mixta no aportó al país condiciones de desarrollo social, que es uno de los fines al que la educación debe contribuir según los principios de dignidad, justicia y desarrollo económico.

Los conflictos sociales, las luchas ideológicas y programáticas, continúan dando forma a la disputa por la nación: la confrontación de dos grandes proyectos de desarrollo, de la que resulta un bienestar humano insuficiente con progreso lento a pesar de los principios constitucionales contenidos en los artículos mencionados arriba (Cordera y Tello, 2011).

La disputa por la nación no se realiza sólo en el escenario de México, pues la economía es una dimensión que es influida por las relaciones internacionales del país e influye en ellas y condiciona la realización de los derechos fundamentales. La formación de México, desde el siglo XVI, está enmarcada en la economía capitalista internacional, una importante causa de la desigualdad social (Piketty, 2014).

El marco constitucional

En la formación de México como comunidad política soberana (Fix-Zamudio, 2010a; Soberanes, 2012; Vázquez, 1975), la educación ha tenido una perspectiva nacional, en el sentido de orientarse a crear una identidad colectiva e individual basada en los valores de una nueva juridicidad de derechos, desde la Constitución de Apatzingán y la primera república federal mexicana, cuya Constitución institucionalizó la educación como asunto público.

La relevancia de identificar los elementos constitucionales del proyecto educativo como base del desarrollo moral en la escuela (la formación de la personalidad moral del ciudadano [Puig, 1996]), sea en los principios de la parte dogmática o en los de la parte orgánica, además de aquellos que se precisan en la legislación secundaria, requiere que se observen y analicen tanto la expresión normativa actual como los rasgos principales de los procesos que le anteceden en la vida social, económica, política y jurídica, porque son la trama de la cual surge la norma como exigencia de justicia y porque, además, explican las manifestaciones actuales de la legislación, por ejemplo, la reforma de DH de 2011, que, en conjunto, establece un nuevo paradigma constitucional que fortalece el reconocimiento de la dignidad de la persona y sus derechos, así como su vínculo con la educación (Fix-Zamudio y Valencia, 2013; Carbonell y Salazar, 2011).

Atender esta cuestión es primordial para una adecuada interpretación de las normas que ayude a comprender su significado, es decir, sus alcances humanos y sociales, su proyección civilizadora. La norma es expresión de una aspiración de grupos sociales; contiene un proyecto de formación humana y de relaciones sociales; por medio de su desarrollo e innovaciones pueden observarse y apreciarse los conflictos y cambios históricos en la vida de los mexicanos y sus creaciones culturales, entre las que se encuentra el derecho y el Estado constitucional y, en ellas, la educación y su institución pública central, la escuela.

La norma suprema muestra las dos vertientes principales sobre las que es construida: el reconocimiento de la dignidad humana como opción ética fundamental, y la protección del más débil en la vida social, como fin superior. La ley es liberadora, creadora de vínculos interpersonales nuevos que forman comunidad, y ahí se encuentra el sentido de la pedagogía, por su base primaria en la ley. Los fundamentos y contenidos de las normas implican al proceso de la formación de valores, porque son componentes de la garantía del derecho a la educación, la cual, por esta naturaleza axiológica, es comprendida como formación integral y armónica, de acuerdo con el artículo 3° constitucional.

Esto tiene consecuencias trascendentes para la acción gubernamental en tanto que por ella se ejerce la autoridad pública creada por el derecho, lo que obliga a una buena gobernanza (Aguilar, 2012). La educación pasa a ser no sólo un servicio que imparte y regula el Estado, sino exigencia y componente esencial del acto de gobierno por sujetar el ejercicio del poder a sus fines de protección de los derechos y a la soberanía como atributo de la sociedad que se organiza, decide y se gobierna.

La Constitución federal estipula que la “… Nación mexicana es única e indivisible”; tiene “una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas…” (artículo 2°, Cámara de Diputados, 2013). Esta unicidad e indivisibilidad de la nación y su carácter pluricultural –unidad que surge de la dignidad, igualdad y derechos de cada uno– son constitutivas del Estado y un reconocimiento en el presente de la relevancia social, política y axiológica del pasado mexicano. Como creación cultural, la Constitución es símbolo de humanización; es la forma ética de una utopía situada dinámicamente en el tiempo; es proyecto de formación y cambio de la sociedad mexicana.

Así, más allá de determinadas fechas que señalan momentos de especial significado, el proceso formativo de México se abre de manera amplia en el tiempo: en el pasado, hacia las antiguas culturas mexicanas (Manzanilla y López, 2001) y, en el presente y futuro, hacia la realización plena del Estado de derechos en una comunidad nacional pluricultural, para cuyo efecto la educación, como derecho fundamental y como proceso formativo que se vincula a la totalidad de derechos, tiene una función inseparable del carácter democrático del gobierno, y éste, de los fines educacionales.

Esa relación ontológica y funcional está indicada en la reforma constitucional de 2011, que establece en el artículo 3º que la educación tiene entre sus fines el fomentar “el respeto a los derechos humanos”. En contraparte, el artículo 1° es claro: “Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad”. Educación y gobierno se distinguen sólo de modo formal y funcional, pero su sentido proviene de la dignidad humana, de la soberanía del pueblo (artículo 39), de su ejercicio por medio de los poderes públicos (artículo 41) y de la voluntad de la nación de constituirse en república “representativa, democrática, laica, federal (artículo 40).

La Constitución mexicana reconoce y asienta, con la potencia normativa y valoral que la informan y que se subsume en un imperativo ético, que no podemos comprendernos como sociedad política y como ciudadanos, de un lado, y no podríamos en consecuencia alcanzar una convivencia sustentada en los valores de la democracia, por el otro, sin el conocimiento y aceptación de nuestras raíces históricas ni la comprensión de los procesos de la formación de la nación, superando las formas de exclusión y discriminación, conforme al artículo 1° constitucional.

Para esto se necesita una perspectiva crítica y axiológica que destaque en la historia de la formación social de México el proceso de reconocimiento y protección de la dignidad humana frente a todos los modos de enajenación y negación del otro que han ocurrido en el pasado y que aún persisten. En la práctica, esto exige del gobierno la autolimitación en favor de los derechos, y de él, de los ciudadanos y la sociedad, nuevas acciones que hagan posible una renovada forma de educar a los mexicanos en la escuela, en la familia y en otros ámbitos de convivencia de la comunidad política municipal, estatal o nacional. Se trata de transitar al paradigma de la gobernanza (Aguilar, 2012).

La dignidad humana se plantea aquí como criterio central de la axiología política que estructura la Constitución, porque es asiento y origen de todos los derechos; es la fuente primaria de la aspiración y del deber de justicia. En el proceso de ordenar jurídicamente el poder público para realizar los derechos, la sociedad reconoce y protege la dignidad de la persona, como lo asientan los artículos 1°, 2°, 3°, 25, y la establece como parámetro de la justicia. El artículo 3° de la Constitución, sin darle de modo expreso un carácter de principio o valor organizador del conjunto de ellos en su texto, establece el respeto a la dignidad humana como uno de los criterios de la acción educativa. Es claro que sin indicar con formalidad su primacía, su consideración como fundamento de toda política para la educación y de toda práctica educativa convierte a la dignidad humana en valor primario, como la hace también el artículo 1° al precisar la dignidad como resguardo contra la discriminación.

En el valor que se representa en la prerrogativa de la dignidad humana –la persona originalmente libre, sujeta de derechos y de justicia– confluyen varias filosofías, desde el pensamiento mesoamericano, la segunda escolástica y la filosofía liberal (Beuchot, 1996; De la Cueva, 1980; Rovira, 1997-2001). Este solo criterio jurídico de la educación mexicana permite entrever la relevancia de las diversas dimensiones culturales de la formación de México y de cómo en su constitucionalismo dignidad y justicia son correlativos y crean una ciudadanía que demanda educación para el desarrollo moral.

El proyecto de formación humana, experiencia siempre social y política, que está contenido en el derecho a la educación y su garantía, no se agota en el texto del artículo 3º, sino que está manifiesto en un amplio conjunto de principios y valores que estructuran toda la semántica constitucional, una creación sociopolítica nacida del acto de asumir la soberanía y una expresión del proyecto de convivencia y las funciones del poder público y del privado, regulados ambos por los derechos, que son parámetros de justicia.

Un conocimiento amplio y una interpretación integral de las bases del desarrollo moral en la escuela originados en los valores de la legislación educativa implican poner atención a todo el proyecto político que la norma fundamental sanciona (García, 2010). ¿Por qué se habla de un proyecto? Por dos razones: una, porque propone y significa la transformación de las relaciones sociales de acuerdo con un conjunto de principios axiológicos; otra, porque siendo histórico en su expresión y actualización constitucional, va haciéndose real en las mismas relaciones sociales y políticas. Las valoraciones de Tocqueville y de Sierra recogidas en epígrafes indican esta tensión de proyecto, de transformación y resistencia.

Las fases formativas de México

Las dimensiones culturales de la formación de México contienen y explican la conflictividad que se expresó en sus revoluciones con un propósito público, esto es, la transformación axiológica de la política y las relaciones sociales transitando a una juridicidad de derechos fundamentales, en la cual no son ajenos los intensos procesos de resistencia en la estructura política y en el sistema social.

La división tradicional de la historia de México en tres grandes etapas, prehispánica, colonial e independiente, hace referencia sólo a pocos aspectos de las dimensiones y oculta muchos otros de gran importancia en las transformaciones de México, así como las continuidades y conflictos culturales que trascienden las etapas. La atención a las transformaciones muestra con más claridad el dinamismo de la vida social y la complejidad de sus componentes e interacciones. El desarrollo de la historia permitió aplicar nuevas perspectivas de investigación y atender diversos momentos de la vida nacional, regional y local que han ayudado a dar mejores explicaciones de la formación del país y a comprender sus dificultades en todos los órdenes de su vida o dimensiones (Vázquez, 1994).

Las tres grandes etapas aludidas resultaron insuficientes para comprender la compleja historia del país con sus varios procesos subyacentes de conservación y cambio y sus múltiples y prolongadas transiciones formativas (Aguayo, 2010; Ayllón, 2010; Bizberg y Meyer, 2003-2009; Cosío, 1955-1972; González, 1977-1984; Guerra, 1988; Riva, 1986; Villoro, 1967). Un ejemplo de cómo las grandes etapas resultaron insuficientes como marcos de comprensión es que dentro de la etapa de vida independiente ocurrieron las revoluciones de la Reforma (diciembre de 1857 a enero de 1861) y la de 1910-1920 y, además, que en el último tercio del siglo XX varios sectores y movimientos sociales impulsaron la transición a la democracia, aún débil en el siglo XXI (Castañeda, 2011; Meyer, 2013; Woldenberg, 2012b).

A lo largo de este tiempo y como un componente de gran trascendencia para la axiología jurídica y social de México, se encuentra el avance en la legitimación constitucional de los derechos fundamentales y la construcción de instituciones para su difusión, promoción y defensa (Carbonell y Salazar, 2011; Cámara de Diputados, 2006; Fix-Zamudio, 2010a; Valencia, 2010). En este horizonte, el derecho a la educación es primordial por representar la formación de los ciudadanos y su vínculo con los otros derechos.

Los criterios o aspectos significativos para establecer las etapas generales de la formación de México y sus fases internas, o para comprender procesos particulares en etapas amplias, varían entre los historiadores por las concepciones acerca de las fases de ruptura y continuidad en las transformaciones de México, pero, en general, la renovación de los estudios históricos y sus especializaciones –económica, educativa, social, filosófica, jurídica– han puesto más atención a un conjunto de aspectos culturales que, en comparación con la historiografía tradicional, ofrecen una mejor visión de la evolución del país que aquella que se centraba en la dimensión política. La interacción de las dimensiones muestra de mejor manera la compleja naturaleza de los procesos formativos.

El nacimiento de México no es un hecho que ocurra en plenitud con la independencia; es, por el contrario, un proceso largo de transición. Vázquez (2002) habla de un proceso situado de 1750 a 1856, aunque la fundación del Estado mexicano es acotada al periodo 1821-1855, atendiendo las dimensiones jurídica y política y la creación y el desarrollo inicial de las instituciones (Vázquez, 1994). Por su parte, Jiménez (1997) se refiere al tiempo de nacer de México en un periodo que va de 1750 a 1821. En ambas visiones, los hechos políticos centrales de la independencia son situados en un proceso extenso en el cual se expresan todas las dimensiones analizadas, como la filosófica (Villoro, 1967; Rovira, 1997-2011). Tomando en cuenta la perspectiva analítica de Wallerstein (2006), es factible considerar la independencia como una guerra de transición –como luego lo serán las de Reforma y la revolución mexicana (García, 1969; Semo, 2012) –, pero cuyos años (1810-1821) no son suficientes para el nacimiento de México si se quiere tomar en cuenta la construcción constitucional y las complejas transformaciones sociales y económicas.

En la visión de Medina (2007), el sistema político nacional se formó hasta las décadas finales del siglo XIX con la integración económica y política del porfiriato, pero debe tenerse presente que la identificación y proclamación de un conjunto de derechos políticos, sociales y económicos fueron de manera temprana el sustrato de un proyecto moral de gobierno que impulsó la independencia y se expresó con formalidad jurídica desde la Constitución de Apatzingán, la de 1824 y, con amplitud, en la de 1857. En ese desarrollo jurídico, el proceso de la formación de México muestra las dificultades para la realización del proyecto democrático con la vigencia de un gobierno constitucional y la construcción de un sistema escolar ocupado de la formación ciudadana acorde con la perspectiva moral de los derechos. La largura de los procesos históricos está acompañada en México –en interacción con el progreso jurídico internacional– por la hondura de las opciones fundamentales del constitucionalismo nacional contrastadas con las realidades sociales.

Otros conflictos políticos y militares, entre ellos la Guerra de Reforma (diciembre de 1857 a enero de 1861), tienen un especial significado en la evolución social y jurídica mexicana por la lucha contra los intereses conservadores y monárquicos, pero aunque se encuentren fuera del periodo señalado por Vázquez (2002), son parte de la larga transición del nacimiento, proceso que en una de sus facetas culmina en 1867 con el fin del segundo imperio. Este juicio puede apoyarse en el criterio establecido por Cosío para elaborar la historia moderna de México, la cual iniciaría con la República Restaurada (1955-1972). La Constitución de 1857, triunfo jurídico de la Reforma, y las leyes que la acompañaron son fundamentales para el nuevo Estado.

En otra perspectiva, la formación de México fue larga y difícil porque la experiencia de la colonia no fue tampoco algo unitario y coherente en el conjunto de sus dimensiones, y debe considerarse la conquista de Mesoamérica y de otros territorios en sus diversas fases de realización; la formación de los distintos reinos, la decadencia del imperio español y las reformas borbónicas, que tuvieron un papel preponderante en el nacimiento de México y muestran la dimensión internacional con las influencias del contexto atlántico.

Uno de los elementos sociales y filosóficos centrales del proceso de formación de México fue el arraigo de la convicción ilustrada sobre la necesidad de la educación pública como medio de progreso individual y social. Desde la primera generación de liberales (1808-1835) hasta el establecimiento de la educación como garantía social en 1917, el pensamiento liberal mexicano dio atención permanente a la cuestión educativa (Vázquez, 1975; Zea, 1963).

Algo análogo al papel de la guerra de independencia en el nacimiento de México sucedió con la revolución mexicana. En la transformación de México en el siglo XX es factible distinguir los años de la lucha armada y los de la reconstrucción y la creación de las nuevas instituciones, sobre todo las encargadas de realizar los derechos sociales (Álvarez, 1979; Cámara de Diputados, 2006; Carpizo, 2013; González, 1977-1984). El nuevo régimen, para algunos, tuvo a su vez un proceso formativo y uno de sus rasgos fue la recuperación de los principios liberales del siglo XIX (Cockroft, 1976; Córdova, 1985; García, 1969; Illades, 2008; Reyes, 1982), aunque la expansión de la economía capitalista y la formación de una nueva oligarquía limitó los alcances sociales del programa de la revolución (Cosío, 1947; Guerra, 1988; Medina, 1994; Mayer, 2007; Meyer, 1992; Semo, 1992-1993, 2012).

En suma, la comprensión de la formación de México y sus proyectos educativos exige poner atención a la historia con una lógica no de etapas discretas sucesivas y superadas, sino con la perspectiva de larga duración, de tal modo que en la transición actual a la democracia se da una prolongación actualizada de la lucha independentista para establecer una república con leyes buenas que hagan vigentes los derechos fundamentales ya reconocidos. En este proceso, muchas demandas sociales y fenómenos de participación trascienden las fechas; existen transiciones que perduran en los siglos. Un ejemplo de ello son las culturas mesoamericanas, cuya existencia y derechos son hoy reconocidos por la Constitución, pero viven aún problemas de exclusión de tipo colonial.

Epílogo

La formación de México ocurrió en una larga transición desde la colonia hacia el Estado democrático de derechos con el impulso social y político de tres grandes revoluciones en las que se expresaron transformaciones y resistencias que perduran en la interdependencia compleja de las dimensiones culturales. En esta transición, el constitucionalismo mexicano ha configurado una axiología que da sustento a la tesis de que existe un sustrato normativo para el desarrollo moral de los ciudadanos. El conocimiento del constitucionalismo de derechos como una base axiológica de la formación de México significa ver la historia jurídica como proceso centrado en el avance doctrinal, normativo y práctico de los DH, en específico el de la educación. Este derecho, en la perspectiva de las dimensiones culturales de México, plantea la exigencia de sostener y renovar la institución escolar como ámbito de formación orientado a la internalización de los valores jurídicos de la ciudadanía de derechos que significan el desarrollo moral de los sujetos y, con ello, al progreso de las comunidades democráticas por la vigencia de los principios constitucionales en el ejercicio del gobierno y en la acción social.

En la historia constitucional de México subyace la opción de la organización federal, de la república representativa, popular y laica como un proyecto cuyos valores sociales y jurídicos crean la institución escolar como símbolo de corresponsabilidad gubernamental. La historia de esta construcción es una expresión de las aspiraciones de muchos grupos sociales por un régimen de libertades, pero es también señal de los conflictos ideológicos y políticos que la sociedad debió enfrentar y superar, y debe hacerlo hoy todavía fortaleciendo y actualizando el sustrato liberal de su constitucionalismo democrático y social.

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